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Pío Moa

La situación

La consecuencia lógica del Plan Ibarreche es la legitimación del terrorismo como instrumento político

No es casual que el plan Ibarreche haya sido aprobado con los votos de los terroristas. Un parlamento distinguido por la presencia de un asesino como Josu Ternera en su comisión de derechos humanos, y por la permanencia de los representantes de la ETA, en jactancioso reto a la ley, no pasa de caricatura o farsa de parlamento, inaceptable en cualquier país civilizado. Pero a eso se ha llegado allí, o se ha permitido que se llegara. La complicidad de los terroristas con Ibarreche es sólo la culminación, por ahora, de la alianza que propuso el PNV a la ETA para hacer frente común contra la reacción por el asesinato de Miguel Ángel Blanco. Por lo demás, como he podido comprobar abundantemente al estudiar la historia del nacionalismo vasco, según he expuesto en el libro de reciente aparición Una historia chocante, la política de sacar rentas políticas de los asesinatos ha constituido el eje y sentido de la acción peneuvista desde el comienzo mismo de la Transición (vamos a olvidarnos ahora de sus condenas retóricas y sin consecuencias). Ha sido una asociación de hecho entre el PNV y el TNV (Terrorismo Nacionalista Vasco, autobautizado como MNLV), asociación con alternativas y peleas de familia, pero mantenida siempre en lo esencial.
 
El uso de palabras de contenido emocional inevitablemente fuerte, como "asesino", "terrorismo", etc., puede dar a entender, a su vez, un contenido emocional en el anterior análisis. No hay tal. Procuro dar una descripción precisa de los hechos, que quizá podrían exponerse con palabras más frías, pero probablemente menos adecuadas. No conviene tomar por frialdad analítica la ocultación de realidades, como a menudo se hace. En síntesis, la asociación PNV-TNV ha determinado la política en las Vascongadas, con repercusión en toda España, y ha sido la causa principal del asolamiento de la democracia en aquellas provincias. Lo podemos mirar desde otra perspectiva: si las libertades subsisten allí en parte, se debe a la acción de las fuerzas de seguridad del estado, a las cuales nunca ha dejado el PNV de desacreditar y calumniar, en concomitancia con la propaganda etarra.
 
La consecuencia lógica del Plan Ibarreche es la legitimación del terrorismo como instrumento político. La democracia se apoya, en suma, en la sustitución de la violencia por unas reglas de juego equitativas y basadas en las libertades, pero en realidad el PNV, fiel a sus totalitarios orígenes sabinianos, nunca aceptó las reglas democráticas y no ha cesado de sabotearlas y desprestigiarlas, al paso que las explotaba abusivamente, como por lo demás han hecho siempre los totalitarios. Ahora bien legitimar el terrorismo como lo hace Ibarreche es un arma de doble filo, pues vale lo mismo para los nacionalistas que para los antinacionalistas. Obviamente, Ibarreche, Arzallus y los suyos confían en que no habrá un terrorismo de respuesta, pero lo menos que puede decirse es que, al beneficiarse del TNV y beneficiarlo a su vez, han abierto las compuertas a cualquier réplica en los mismos términos. Romper las reglas del juego vuelve el juego imposible y convierte la política en violencia. Aun si eso no llega a ocurrir, como es de esperar y desear, los jefes sabinianos han asumido una responsabilidad inmensa.
 
Eso aparte, el Plan Ibarreche rompe unilateralmente la Constitución y el Estatuto autonómico, y lo hace desde unas instituciones que son parte del estado español, legitimadas precisamente por la Constitución y el Estatuto. Estamos ante un golpe de estado en toda regla, ante una rebelión contra la legalidad constitucional, realizada, insisto y como no podía ser menos, en complicidad con los terroristas y en un parlamento degradado a niveles difíciles de creer si no estuvieran ante nuestros ojos. Significa la sustitución de la soberanía del pueblo español por la soberanía de la alianza PNV-TNV, que se arroga la representación del pueblo vasco. Es la secesión práctica, apenas disimulada por una leve y formal capa que le facilitaría mantenerse en la Unión Europea sin afrontar los costes económicos de la secesión.
 
Que los secesionistas intenten golpes de estado contra la legalidad constitucional no es, por desgracia, algo nuevo en España. En 1923 los nacionalistas vascos, catalanes y gallegos se sintieron lo bastante fuertes para establecer un "Pacto Tripartito" y amenazar con un próximo recurso a la acción armada, en concomitancia con los rifeños de Abd El Krim. El plan no cuajó porque a los pocos días Primo de Rivera dio a su vez su golpe de estado y desarticuló la trama separatista. Al llegar la república, que nada debía a la presión del nacionalismo catalán, éste aprovechó el momento para imponer una política de hechos consumados, y en 1934 se rebeló por las armas contra el gobierno legítimo. Durante la guerra civil los nacionalistas vascos y catalanes intrigaron permanentemente en Francia e Inglaterra, incluso en la Italia fascista y la Alemania nazi, saboteando los esfuerzos de sus aliados del Frente Popular (lo cual, dicho sea de paso, vino muy bien a Franco). Tras el final de la dictadura, la reforma democrática permitió la primera Constitución hecha por consenso en España, y esa legalidad constitucional es la que intentan echar ahora por tierra entre Ibarreche, Carod-Maragall, Beiras y otros más, con la complacencia del gobierno de Rodríguez. Mientras desde fuera presiona y golpea el terrorismo islámico.
 
El actual golpe de estado del PNV-TNV no ofrecería el menor peligro en una democracia asentada. Al gobierno le bastaría cumplir y hacer cumplir la ley, suspendiendo la autonomía hasta que la situación se normalizase y el parlamento vasco dejase de ser el de los Josu Ternera y similares. Gran Bretaña ha suspendido en más de una ocasión la autonomía irlandesa –donde el terrorismo ha ocasionado tres veces más víctimas que en España– y no ha pasado nada. La suspensión sería la reacción legal, legítima y más eficaz ante un desafío como el planteado por las fuerzas antidemocráticas, y seguramente no pasaría nada si se realizase con la habilidad y previsión necesarias ante posibles resistencias. Sin embargo esto resulta difícil en España, donde existe una tradición de gobiernos que prefieren cerrar los ojos y claudicar ante conflictos menores… hasta que los conflictos se vuelven mayores e inmanejables. España no es, por desgracia, una democracia asentada, y los políticos sienten gran temor a asentarla del único modo posible: aplicando la ley.
 
Pero si cabe dudar de que incluso Aznar se atreviera a hacer cumplir la ley en este conflicto, pese a ser el enemigo en realidad irrisorio, con Rodríguez no hay ninguna duda: no sólo no hará cumplir la legalidad, sino que contribuirá a su ulterior descomposición, al menos durante un tiempo. Por una de esas monstruosidades de la historia que llevan a los pueblos al despeñadero, el gobierno de España ha recaído en unos personajes que no creen en la nación española, que detestan a Montesquieu y no creen tampoco en la democracia liberal, que comparten muchas ideas con los terroristas, se dedican a dividir a la sociedad hostigando a la mayoría católica, y sufren tan infección de sectarismo que con tal de cortar a la derecha el paso al poder están dispuestos a pactar con quien sea y a tolerar cualquier ataque a la democracia y la unidad de España. Esa fue, viene a cuento recordarlo, la política de las izquierdas presuntamente moderadas de Azaña y Prieto en 1936, después de otras elecciones anómalas. Y con esa política se deslegitimaron.
 
¿Qué va a ocurrir, por tanto? Tenemos ante nosotros unas presiones de creciente intensidad y peligro para disgregar España, en combinación de hecho con la amenaza islámica, más un gobierno complaciente con los enemigos de la democracia y la unidad españolas, que con ello corre hacia su propia deslegitimación.
 
El análisis no debe prescindir de aspectos menos sombríos: la oposición tiene gran fuerza, en principio, aun si no es claro que sepa utilizarla, y cabe en lo remotamente posible que el gobierno cambie a tiempo de rumbo. Por otra parte, aunque la sociedad española está ciertamente aturdida y letárgica, hay indicios de reacción. La democracia no depende en última instancia de los partidos, sino de los ciudadanos, y quizá éstos sepan responder al desafío mejor que los políticos, empujándolos a actuar o descartándolos.

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