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José García Domínguez

52 palabras

El dichoso Cándido y Pilar se cruzan cada mañana. Y cada mañana se repite la misma rutina; detrás de sus cristales, él la mira de frente orgulloso, desafiante; ella también observa, aunque a derecha e izquierda, a todos sus flancos posibles

Cándido Azpiazu es un hombre afortunado, uno de esos tipos de los que la gente suele pregonar que han nacido con estrella. Él mismo habría de experimentar esa certeza ya desde muy niño, cuando todavía hacía honor al nombre que le pusieron en la pila bautismal. Seguramente debió descubrirlo la tarde en la que acudió a su primera cita con la muerte. Después vendrían muchas más, pero aquélla sería la única que el no concertase con antelación; de ahí que en el libro donde todo está escrito constara que también habría de ser la última. Y la hubiese sido si Ramón Baglietto no se hubiera cruzado en su destino precisamente aquel día; mas para su desgracia, lo hizo. Así, en el último segundo, cuando las ruedas del coche se aprestaban a aplastar al Cándido niño, apareció Ramón y le salvó la vida.
 
Cándido Azpiazu, como ya se ha dicho, es hombre señalado por el hado. Otra prueba: muchos años después, al partir en busca de Ramón Baglietto para asesinarlo por orden de la Eta, lo encontró a la primera. Y a la primera lo mató. Ocurrió así gracias a su estrella. Luego vendría la condena, cincuenta y dos años. Pero, con un poco de suerte, en doce podría estar otra vez en la calle. Y claro, la tuvo. Y claro, volvió al pueblo, a Azkoitia. Y como la dicha nunca lo abandona, retornaría a tiempo de conseguir aquel local que tanto le gustaba; aquél en el que tenía pensado montar una cristalería; sí, aquél tan bonito que era ideal para el negocio, ese bajo que había quedado libre en el edificio en el que mora Pilar, la viuda de Ramón Baglietto.
 
Ahora, el afortunado Cándido vive libre; Pilar no, ella debe ir a todas partes seguida de dos escoltas. El dichoso Cándido y Pilar se cruzan cada mañana. Y cada mañana se repite la misma rutina; detrás de sus cristales, él la mira de frente orgulloso, desafiante; ella también observa, aunque a derecha e izquierda, a todos sus flancos posibles, antes de que uno de sus guardaespaldas compruebe si se esconde algo en los bajos del coche. Sucede todas las mañanas de todos los días del año. Siempre.
 
Hoy, Cándido, el hombre al que nunca abandona la suerte, debe estar satisfecho, más que de costumbre. Es fácil imaginarlo asintiendo gravemente con la cabeza a la gran inquietud que atenaza a estas horas al Gobierno: que las víctimas “se dejen manipular por los extremistas”. Incluso cabe que comparta las palabras indignadas del ministro de Defensa: “Es importante decir que no fue una cosa aislada. Eran la mayoría”. Pero, sobre todo, el agraciado Cándido ha de ser feliz por el espacio que ha dedicado la prensa nacional a la denuncia de Carmen en la manifestación de Madrid. Cincuenta y dos palabras le cedió el periódico que más atención prestó al asunto. Cincuenta y dos, casualmente cincuenta y dos, justo los años de condena que nunca cumplirá.

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