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Pablo Molina

O islam o democracia

los iraquíes prefieren, con toda seguridad, un Irak democrático a una tiranía regida por un psicópata aficionado a gasear a las minorías étnicas de su propio país

El ministro de Bin Laden para asuntos terroristas, Abu Musab al-Zarqaui, tras un sesudo estudio de los textos coránicos, ha hecho una nueva aportación teológico-política para alimento espiritual del resto de los creyentes. El Islam es incompatible con la democracia, ha venido a decir el matarife en su última encíclica, para desolación de los bellos espíritus, que prefieren tranquilizar sus agitadas conciencias progresistas con su dosis diaria de pacifismo intercultural.
 
Pero quizás lo más desagradable para los que consideran a Bush un enemigo peor que los propios terroristas, es que el exégeta coránico del AK-47 coincide plenamente con el presidente norteamericano, quien en su discurso de investidura insistió en que a los terroristas iraquíes les preocupa menos la presencia de tropas internacionales que la posibilidad de un Irak democrático. “Hemos declarado la guerra total a este malvado principio de la democracia y a todos los que siguen esta ideología equivocada”, ha dicho al-Zarqaui en su alocución, pues “la democracia se basa en el derecho a elegir la propia religión y eso va contra la Ley de Alá”. En realidad, el terrorista no hace sino incidir en el carácter herético de los principios democráticos, siguiendo la senda telógica iniciada por uno de los padres fundadores del actual islamismo, Sayyid Quth, que en 1957 ya escribía que “en el mundo hay un sólo partido; el partido de Alá. Todos los demás son partidos de Satán y de la rebelión”.
 
La única crítica de cierta solidez a la política exterior norteamericana, debe incidir en el error estratégico que nace con los famosos catorce puntos de Wodroow Wilson y su proyecto democratizador, resumido en el lema “Make the World Safe for Democracy”; es decir, la imposición al resto del mundo el modelo democrático por los Estados Unidos, nación llamada “a defender no sólo la civilización norteamericana u occidental, sino la civilización propiamente dicha como creación humana a lo largo y ancho del planeta”. En realidad, el optimismo humanitarista de Wilson parece también alentar en la estrategia general de la Administración Bush para Oriente medio: llevar la democracia a 400 millones de musulmanes. La cuestión es si se van a repetir nuevamente los errores de los años 20 del siglo pasado, causa de la liquidación de la Europa liberal característica del siglo XIX. Y a partir de ahí los totalitarismos negro, pardo y rojo. El infierno, todo el mundo lo sabe, es un lugar empedrado de buenas intenciones.
 
Ahora bien, a pesar de los riesgos de la estrategia norteamericana, hay un imperativo político que la justifica: la intervención, al menos tácticamente, resulta muy positiva, pues circunscribe el teatro de la guerra a un espacio concreto, alejando de Europa –inerme, incapaz de defenderse- a los terroristas. Por otra parte los iraquíes prefieren, con toda seguridad, un Irak democrático a una tiranía regida por un psicópata aficionado a gasear a las minorías étnicas de su propio país. Precisamente por esto último, si no por todo lo anterior, resulta aún más sorprendente la feroz oposición de la izquierda y sus intelectuales de cabecera (también hubo griegos enamorados de Esparta y europeos libres cautivados por Moscú) con lo que demuestran, una vez más, su incapacidad para abandonar los tópicos pacifistas y antiamericanos que conforman lo grueso de su pensamiento.

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