El mucho predicamento que tiene hoy el terror es algo que mueve, según el ánimo, a la perplejidad o a la aflicción. En Alemania se recrean los enterados con un homenaje a una extinta banda terrorista disfrazado de acontecimiento artístico. Recuerda aquellas cuadros y montajes siniestros que ensalzaban los atentados contra la población civil israelí. Blindados por la estupidez ajena, los muchos parásitos de las artes no muestran otra habilidad que el olfato para las subvenciones y una sintonía absoluta con el criterio periodístico. Aplauden el mentecato, el progre, el que aún cree posible la provocación, el que no se ha enterado de nada. Aplaude una tropa nutrida y siempre dispuesta a alinearse con los que prestan el prestigio, la moqueta y la croqueta.
Pero, ¿por qué el terror? Progresías obsoletas aparte, ¿qué compulsión le empuja a uno al espacio del terrorista, a aceptar su lógica, a sumarse a su estrategia o a habitar su campo discursivo? Y sobre todo, ¿de dónde nace el gusto por patear a las víctimas? Belloch puede insultar a los familiares de los muertos por razones ligadas a una profunda frustración personal, por resentimiento. El alcalde, gran narciso, no pasó por el gobierno del modo que cree merecer, y salió de él por el sumidero de un régimen nauseabundo que los libros no han perdonado, el felipismo. Álvarez Cascos lo fijó para siempre en la antología de lo grotesco; sesión inolvidable donde se ventiló la captura de Roldán.
La peor izquierda vive ahora para buscar o inventar cargos contra las víctimas de la ETA, humo con el que levantar un enemigo fascista, violento y organizado. Hay que dotar otra vez de sentido el imaginario que no han querido desarmar a pesar de tantos años y de tantos hechos que desmienten sus análisis y sus valores (de alcance puramente nominal) Y lo que es peor, a pesar –o quizá a causa de– haber encarnado ellos mismos el abuso de poder y el crimen de estado, o de gobierno, o de partido.