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EDITORIAL

Garzón sin miedo

Baltasar Garzón, el sempiterno juez estrella mil veces estrellado y nunca escarmentado ha atravesado esa línea en tantas ocasiones que para tratarlas con detenimiento sería necesario un tratado

Las normas más elementales del buen gusto y de la cordura rezan que un juez es un juez, que debe ser imparcial y que no ha de meterse jamás donde no le llaman. Como la Justicia es algo muy serio, desafiar esas normas pueden conducir a que el juez que las transija se aventure por una resbaladiza vereda de la que le será muy difícil salir. Baltasar Garzón, el sempiterno juez estrella mil veces estrellado y nunca escarmentado, ha atravesado esa línea en tantas ocasiones que para tratarlas con detenimiento sería necesario un tratado. Un tratado del despropósito judicial o un manual para opositores de judicatura, de lectura imprescindible para los interesados en los límites que tiene esta compleja disciplina, fundamental en un Estado de Derecho.
 
En España andamos sobrados de jueces a los que la política subyuga de un modo extraordinario. De politizado que está nuestro Tercer Poder, que, precisamente por eso, de Poder tiene poco, no es extraño que figuras como las de un simple juez de instrucción de la Audiencia Nacional haya cosechado una fama insólita en tan sólo tres lustros. Hace doce años, coincidiendo con la campaña electoral de 1993, un ya célebre Garzón abandonó la carrera, la judicial, y se integró como segundo de la lista del PSOE por Madrid, justo detrás de Felipe González. Garzón, que se había significado como martillo implacable del terrorismo de Estado, engrosaba las listas del partido del Gobierno, el mismo que había organizado desde sus cloacas todo el tinglado de secuestros, asesinatos y asaltos irregulares en el sur de Francia. El ex juez salió elegido pero su idilio con la política duró poco. Otro antiguo magistrado, Juan Alberto Belloch, disfrutó de las mieles mientras el desdichado Garzón rumiaba su fracaso en una secretaría de Estado de segunda división. Del GAL, que había investigado con tanta fruición, nunca más se supo. Se sometió de un modo acrítico a su nueva condición de correveidile monclovita y, al poco, recogió de nuevo la toga que había dejado colgada en la puerta de su despacho de la Audiencia Nacional. Curiosamente, años después se atrevió a criticar desde El País, con motivo de la guerra de Irak, la "sumisión acrítica" de los diputados del PP.
 
En su segunda etapa como juez televisado y televisivo prestó el que quizá sea su mejor servicio a la Justicia plantando cara a la hidra etarra, y contribuyendo de manera decisiva en el arrinconamiento e ilegalización de las organizaciones de la extrema izquierda nacionalista. Pero, reconociendo su inestimable tributo a la lucha contra el terrorismo y su entorno, Baltasar Garzón se ha consagrado a muchas más actividades que no son las propias de un juez. Dice la Ley Orgánica del Poder Judicial que es falta grave que los jueces dediquen censuras y felicitaciones a los poderes públicos. Garzón se ha hartado a ambas cosas. Felicitó, y de que manera, a los políticos socialistas siempre que pudo hasta el extremo de llegar a compartir listas con ellos. Y censuró a los populares desde tribunales tan heterodoxos como el diario de Polanco. Durante la intervención aliada en Irak dio lo mejor de sí mismo. Se despachó a placer con Aznar acusándole de sordera por no prestar oído a la sociedad y de mentir compulsivamente a los ciudadanos. No contento con ello se destapó, por aquellas mismas fechas, como un consumado activista del "No a la Guerra". En cierta ocasión llegó, en plena guardia, a dejar su despacho para sumarse a una manifestación de protesta. Un año más tarde, horas después de que estallasen los trenes de Atocha, actuó a la inversa e hizo acto de presencia en el escenario del crimen a pesar de que no se encontraba de guardia en aquella trágica mañana del 11 de marzo.
 
A pesar de que haya pedido una excedencia para trasladarse a vivir a los Estados Unidos, esta nación ha sido objeto en numerosas ocasiones de sus invectivas. De la intervención en Irak dijo que se trataba de una guerra "ilegal e injusta" y no dudó en jugar a experto en geoestrategia dando una clase magistral sobre la unipolaridad auspiciada desde Washington por el presidente Bush que, a juicio del juez trapecista, "sacrifica vidas y libertades bajo el paraguas de los derechos humanos". Cabe suponer que esto lo diría por los presuntos abusos de la prisión militar de Guantánamo, pues bien, no puso objeción alguna en instruir personalmente el caso de un español preso en aquella instalación. Y esto casi al tiempo en que procesaba a Osama Ben Laden en una pirueta lúdico jurídica que pasará a los anales de ese concepto de Justicia circense a la que siempre ha sido tan afecto.
 
Visto lo visto, la imparcialidad no es uno de los fuertes de Baltasar Garzón. En marzo de 2003, hace casi dos años, dejó escrito en su diario predilecto tras arremeter con furia contra José Maria Aznar que no aspiraba a ningún puesto y que no le importaba perder el que tenía. Un juez no aspira a puestos, aspira a administrar Justicia con humildad e imparcialidad. Humilde nunca lo ha sido, imparcial tampoco.

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