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Alberto Recarte

La deportación de la CMT y el nacionalismo

La CMT, sus empleados y el servicio regulador que prestan están pagando un precio que no les corresponde. Están pagando la inseguridad, la demagogia y la envidia de Maragall y la incuria y la frivolidad de Zapatero.

1) La deportación
 
La deportación de la Comisión del Mercado de las Telecomunicaciones a Barcelona, en las precisas palabras de Carlos Bustelo, nos explica más sobre las obsesiones del nacionalismo catalán de lo que parece.
 
Evidentemente, la comisión podría haberse establecido en Barcelona desde un primer momento. Fue una decisión política, por más que tiene lógica económica que se estableciera en Madrid, sede de las principales compañías del sector que regula la Comisión, y que su responsabilidad se intercale, confunda o siga a la de otros organismos, como el Tribunal de Defensa de la Competencia o las secretarías de estado de telecomunicaciones y economía.
 
Su traslado forzoso a Barcelona no va a tener ningún resultado empresarial relevante. Ni investigación, ni formación, ni “cluster” de desarrollo. ¿Por qué, entonces, la petición de Maragall y el acuerdo de Rodríguez Zapatero? La demanda tiene que ver con un incomprensible complejo de inferioridad que afecta a la mayoría de los políticos catalanes y a muchos de sus principales empresarios y a familias significativas del anterior y del actual régimen.
 
2) El empuje catalán y el parasitismo madrileño
 
Durante siglos, incluso durante gran parte del franquismo, Madrid, ese objeto actual de temor para ese grupo significativo de la sociedad catalana, era considerado como un parásito, que vivía de los impuestos a la iniciativa del resto de España, pero especialmente de Cataluña. Incluso Franco pareció aceptar como un dato esta situación y compensó no sólo a Cataluña, sino al País Vasco y Asturias, las regiones más significadas en la ruptura de la legalidad constitucional, ya fuera durante las monarquías borbónicas o la república, con inversiones públicas y subvenciones a empresas privadas, para que se establecieran en esas regiones, o nacionalidades en algunos casos, como dice la vigente Constitución.
 
Y tuvieron razón durante casi todo el tiempo. Madrid fue siempre una capital artificial, mal comunicada, que vivía del gasto público en un estado centralizado y que aportaba muy poco al resto de España. Salvo ser la representación de la unidad nacional; de una unidad que las clases dirigentes de esas regiones a veces aceptaban y a veces no; dependiendo de sus intereses en cada momento. Pero lo que nadie podía esperar era que el momento preciso en que España se convirtió en el estado de las autonomías, Madrid, como ciudad, región, y representante de una Castilla estatutariamente dividida, y sin conflictos, temores ni resentimientos con el resto de España, comenzara a prosperar.
 
3) Sorpresa: Madrid se desarrolla
 
Yo era de los que creían que al dejar de ser capital de un estado centralizado, con el gasto público dividido, ahora, al 50% entre el estado central, por una parte, y las autonomías y ayuntamiento, por otra, Madrid perdería peso económico e importancia estratégica. Y ha ocurrido lo contrario ¿Por qué?
 
Sin afán de intentar dar una respuesta definitiva, hay una serie de factores que explican el despegue económico de Madrid, que ahora, por primera vez en su historia, no depende –o al menos lo hace en mucho menor grado que anteriormente– de succionar recursos del resto de España; antes bien, en términos fiscales –siempre de difícil y dudosa calificación– podría ser de las regiones que más recursos transfiere al resto. Aunque los argumentos fiscales son, repito, más que dudosos.
 
En primer lugar, el tamaño de la población, casi 6 millones de personas; mejor educadas y formadas que el promedio de las que viven en el resto de España. Con una altísima densidad de población, lo que garantiza un mercado cercano e inmediato para los bienes y servicios de muchas empresas pero, en primer lugar, para las establecidas en el propio Madrid.
 
En segundo lugar, en Madrid nunca ha habido industria ni agricultura que necesitaran ser reconvertidas en un largo, costoso, traumático y doloroso esfuerzo que ocupó buena parte de los años setenta y ochenta; lo contrario de lo que ha ocurrido en la España desarrollada industrialmente, en particular lo que lo hizo durante el franquismo.
 
En tercer lugar, la economía actual se basa en la calidad de los servicios. En el PIB nacional la industria significa sólo el 17%, la agricultura apenas el 3%, la construcción el 14%. El resto son servicios. Las últimas revoluciones tecnológicas, las de las comunicaciones, en todos sus sentidos, afectan a toda la economía, pero principalmente a los servicios, donde Madrid tiene mayor peso, tradición y formación que otras regiones antaño más ricas, más industriales, más desarrolladas. Y cuando parecía que había terminado el proceso de ajuste industrial de los 70, 80 y principios de los noventa, se impone la globalización, una mayor competencia y una drástica deslocalización, que vuelve a afectar a los motores industriales de España por más que, a lo largo de los últimos años del franquismo y durante la transición, en Madrid se hubiera establecido ya una industria relativamente grande y ciertamente mucho mayor y más productiva que la tradicional.
 
En cuarto lugar, y eso se lo deben –y muchas más cosas por supuesto– los habitantes de Madrid a los del resto de España, han mejorado espectacularmente las comunicaciones y las infraestructuras. Carreteras, ferrocarriles y aeropuerto, sirven, ahora, para unir a toda España a través de Madrid. Toda España se beneficia, porque quizás por primera vez en su historia el país entero es un mercado único para muchos bienes y servicios y Madrid actúa, en muchos casos, como coordinador y almacenador; además, de gran consumidor.
 
En sexto lugar, y quizá es una razón más importante que muchas de las anteriores, Madrid es la capital del idioma español, un bien intangible que tiene un extraordinario valor económico, que ahora es explotable económicamente gracias a las últimas revoluciones tecnológicas, la de las comunicaciones y la que permite rapidez y bajo coste a los transportes.
 
Finalmente, en séptimo lugar, en Madrid no hay tradiciones políticas, sociales, culturales o empresariales que obliguen a hacer un esfuerzo de adaptación a cualquiera que decida establecerse aquí. Y son millones los que han votado con sus pies que el centro de España es un territorio en el que tienen confianza para vivir indefinidamente.
 
4) Un difícil proceso de asimilación
 
Asimilar este proceso no está resultando fácil para nadie. Ni para los políticos que representan al estado ni para las autonomías. Ni, especialmente, para las clases dirigentes de autonomías como Cataluña, que aunque tienen más autonomía política que la que han tenido nunca desde la guerra de secesión se encuentran inseguros económicamente. Temen que el futuro sea más difícil y sus políticos, en gran parte muy mediocres, en lugar de buscar soluciones están buscando responsables. Y el primero en el que han pensado es en Madrid, como representante de la unidad política española. Esa búsqueda de culpables es castradora, porque no les ha permitido analizar y considerar que el desarrollo de Madrid –y del resto de España– ha ocurrido como consecuencia de la aparición de muchos factores –algunos de los cuales he mencionado– que nadie había previsto y que nos han sorprendido a todos, empezando por la clase política nacional. El miedo al futuro de parte de la sociedad, la más expuesta a los cambios, ha sido aprovechada por muchos políticos, catalanes y del resto de España, que han encontrado en el nacionalismo una panacea, pues les permite responsabilizar genéricamente a "Madrid", y ahora, también, a otras regiones de "chuparles la sangre". De ahí al victimismo social y político sólo hay un paso. Y apenas otro más para transformar esos lógicos sentimientos de inseguridad e incertidumbre en odio y, aún peor, en envidia.
 
Por eso proliferan ahora las supuestamente serias balanzas fiscales, cálculos de lo que cuesta la solidaridad con el resto de los españoles; ya no sólo con los de Madrid. Pero la inseguridad va más allá. No se sienten capaces de defender ni siquiera su lengua y encuentran como salvación prohibir hablar en castellano. Lo que, con el tiempo, puede significar quizá una mejoría de la capacidad de expresarse en esa lengua, pero mayor aislamiento, menos relación con una enorme comunidad de hispanohablantes, menos intercambios universitarios, de alumnos, ideas y profesores. La deriva del complejo de inferioridad es todavía peor, porque el nacionalismo, como defensa, da paso, la mayoría de las veces, a regímenes políticos autoritarios, decididos a devolver su prestigio y su peso a sociedades como la catalana, pero a través de los boletines oficiales, a través de decisiones dictatoriales. Ahora quieren dejar de hacer transferencias fiscales al resto de España apoyados en imposibles de calcular balanzas fiscales; por supuesto, no hablan de balanzas comerciales ni económicas, ni de subvenciones históricas, ni de deuda pública y de la seguridad social, acumuladas, sobre todo, en esas regiones desarrolladas económicamente antes; pero, después, vendrán más impuestos, la selección de ganadores empresariales, las directrices sobre qué consumir y de qué procedencia. Una política destinada al fracaso, porque el mundo se ha globalizado; para todos, catalanes, vascos, madrileños y el resto de los españoles. El futuro no es, sin embargo, tan negro como lo ven los nacionalistas: exige preparación, flexibilidad, conocimiento de idiomas, bajos impuestos, buenas comunicaciones, la menor interferencia económica pública posible. Y un estado de derecho fuerte. España, incluso con la complejidad administrativa y política que significa el estado de las autonomías, ha demostrado, durante unos años, que es capaz de ganar esa batalla que tanto temor produce a los nacionalistas. No estamos hablando de una tarea imposible ni de un sueño visionario.
 
5) Un triste ejemplo del nacionalismo catalán
 
La Comisión del Mercado de las Telecomunicaciones, sus empleados y el servicio regulador que prestan están pagando un precio que no les corresponde. Están pagando la inseguridad, la demagogia y la envidia de Maragall y la incuria y la frivolidad de Rodríguez Zapatero.                                                                 

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