No sé si el Plan-de-la-Tour está de luto oficial. Esa pequeña aldea del sur de Francia, departamento del Var –donde casi todos los años pasamos unos días de vacaciones, mi mujer y yo, desde... 1959–, vio llegar, no a un sultán de Pesia con su caravana de camellos, sino a un hombre de negocios libanés, que se construyó un discreto palacio de mil y una noches en las cercanías, adonde llegaba por helicóptero, desde su yate anclado en el vecino Mediterráneo, con su séquito de cien personas o algo así, según se comentaba en los cafés de Plan: familia, amigos, criados y guardaespaldas.
Ese multimillonario, que ha dejado algo así como una leyenda oriental en esa modesta aldea, enriquecida con la venta de tierras para urbanizaciones turísticas, era Rafic Hariri, antes de ser primer ministro del Líbano instalado por los sirios en Beirut. Por lo visto, se hartó de la ocupación siria y se pasó a la oposición. Los servicios secretos sirios acaban de asesinarle, como bien es sabido. Como también es sabido, pero olvidado por muchos, durante la larga y enrevesada guerra civil libanesa, los mismo sirios atacaron con camiones-bomba, conducidos por suicidas los cuarteles de los “cascos azules” restantes.
Ni cortos, ni perezosos, los sirios asesinaron también al embajador francés en Beirut, y esa declaración de guerra implícita fue recompensada por el propio Presidente Chirac cuando asistió al entierro del tirano Hafez el-Assad, en 2000. Por cierto, fue el único jefe del estado occidental presente en el sepelio. Pero resulta que a Chirac le chiflan los entierros con olor a petróleo. Asad, Arafat, ahora Hariri, no hay mucha coherencia funeraria, pero a eso lo llaman “gran política árabe en Francia”.