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EDITORIAL

Omertà a la catalana

Sea cierto o no lo de las comisiones, lo que ha demostrado este triste episodio parlamentario es que el oasis político catalán se acaba

El hundimiento del túnel de metro que se encontraba en construcción bajo el barrio barcelonés del Carmelo ha empezado a cobrarse víctimas políticas. Por un lado, el consejero Joaquim Nadal presentó en el altar del Parlamento dos sacrificios propiciatorios pero menores. Por otro, el presidente Pascual Maragall y el jefe de la oposición, Artur Mas, elevaron la temperatura de la crisis protagonizando un agrio y tenso debate en la cámara autonómica. Lo primero era previsible, lo segundo no.
 
La concatenación de errores e incompetencias en la adjudicación y ejecución de las obras, por mucho que Maragall quisiese mantener a raya a los informadores, ha terminado por desatar una tormenta que ha puesto al descubierto las podridas entrañas de la política catalana. Porque lo más grave, siéndolo mucho, no es que Maragall insinuase a Mas que el anterior Ejecutivo convergente se llevaba un 3% en las adjudicaciones, lo más grave es la reacción del antiguo número dos de Jordi Pujol. En las nerviosas palabras de Mas se entreveía la contrariedad del traicionado. No advirtió Artur Mas de las derivaciones legales que podrían tener tan graves acusaciones, sino que se revolvió conminando al socialista a que rectificase amenazándole con romper el acuerdo sobre la reforma del estatuto.
 
¿Qué esconde semejante actitud?, ¿acaso una vergonzante omertà a la catalana, un pacto de silencio entre las dos fuerzas que han monopolizado el poder en Cataluña durante los últimos 25 años? Si Maragall está tan seguro de lo que dijo en el Parlamento con luz y taquígrafos, debe llevarlo inmediatamente a los tribunales con las pruebas pertinentes. Si Mas -y su partido- están libres de culpa, debe poner a sus abogados a trabajar porque una calumnia de tal calibre no se puede dejar pasar.
 
Sea cierto o no lo de las comisiones, lo que ha demostrado este triste episodio parlamentario es que el oasis político catalán se acaba. La ficción que los dos principales partidos han construido desde la transición repartiéndose el pastel del poder con el pretexto de un discurso nacionalista monolítico toca a su fin. El hábil y maniobrero Jordi Pujol mantuvo la tramoya en perfectas condiciones durante los muchos años de su gobierno. PSC y CiU se repartían parcelas de poder y hasta se especuló con un gabinete de coalición tras las últimas autonómicas. Pero Maragall no es Pujol. Su maximalismo y falta de tacto ha conducido a una situación que, por otro lado, era inevitable. Los políticos que gobiernan en Cataluña no representan a todos los catalanes sino sólo a una parte, a esa Cataluña oficial cuyo único objetivo es la reforma del Estatuto y la soberanía plena a plazos. Ambiciones legítimas pero muy alejadas de las que tiene la Cataluña real, la formada por la mayor parte de sus ciudadanos y cuyas aspiraciones, curiosamente, no distan mucho de las del resto de españoles.
 
La crisis del Carmelo ha servido de espoleta para una bomba que llevaba tiempo armada. La barriada barcelonesa es el símbolo de esa Cataluña excluida, nunca asimilada por la otra Cataluña que ayer se tiraba los trastos a la cabeza en el Parlamento. El antaño robusto equilibrio catalán nacido al calor de la restauración de la Generalidad se ha resquebrajado. Las consecuencias son imprevisibles e invitan a una reflexión pausada. La democracia en Cataluña puede ganar mucho, los catalanes más.  

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