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Carlos Ball

Caridad con dinero ajeno

más de la mitad del dinero que pagamos en impuestos en el mundo occidental está destinado a fines que nada tienen que ver con la verdadera función del gobierno: proteger la vida y la propiedad de los ciudadanos

Una despreciable costumbre que cada día gana nuevos adeptos, sin que la gente se atreva a criticarla, es la de hacer caridad con dinero ajeno. En diciembre, después del maremoto en Asia, surgió una competencia mundial entre gobiernos para ver cuál aportaba más dinero para auxiliar a las víctimas y reparar los daños. Se olvida que el fin no justifica los medios. Ayudar a las víctimas de una tragedia es admirable, pero debemos aplaudir sólo las personas e instituciones que prestan ayuda con esfuerzo y financiamiento propio.
 
Es evidente que más de la mitad del dinero que pagamos en impuestos en el mundo occidental está destinado a fines que nada tienen que ver con la verdadera función del gobierno: proteger la vida y la propiedad de los ciudadanos para que cada uno pueda dedicarse libremente a la búsqueda de su propia felicidad. Algunos consiguen esa felicidad ayudando al prójimo, como fue el caso de mis tres tías monjas, a quienes tanto quise y admiré. La tergiversación de esa abnegada benevolencia ocurre cuando la caridad se hace con dinero de los impuestos.
 
Las escuelas públicas enseñan a nuestros jóvenes que los gobiernos cumplen una obligación social al desviar el dinero de los impuestos para servir de San Nicolás. Así vemos que año a año aumenta el costo de educar a un muchacho y ese dinero, lejos de mejorar la calidad de la educación recibida, aumenta los salarios y beneficios “sociales” de los sindicatos de maestros.
 
Supuestamente se trata de una práctica perfectamente democrática porque una mayoría eligió a las autoridades que toman tales decisiones o una mayoría votó favorablemente en un referendo para aumentar “apenas” un medio centavo el impuesto de ventas.
 
Así, crecientemente se utiliza el concepto del bien público para corroer los fundamentos de la libertad individual, cuya protección es la razón de ser de los gobiernos. No hay que llegar a los extremos criminales de Hugo Chávez o Fidel Castro –expropiando y encarcelando a la oposición– para sufrir un despojo por parte de la burocracia gobernante. Anoche vi en la televisión el reportaje sobre una familia que compró y restauró una vieja casa en Harlem, barrio de Nueva York convertido desde hace medio siglo en foco de pobreza tercermundista por los controles de alquileres que provocaron el abandono masivo de los dueños. La municipalidad, en lugar de fomentar la reparación de dilapidadas viviendas, “premió” a la familia aumentándole el impuesto de propiedad a su casa de 1.600 dólares a 26.000 dólares anuales.
 
También es dañina la desdichada creencia que las empresas tienen una obligación “social” de hacer caridad. Empezando con que el dinero no le pertenece a los ejecutivos que se llevan la gloria sino a los accionistas y la verdadera obligación social de la empresa es producir utilidades, lo cual sirve para medir cuán bien utiliza escasos recursos en beneficio de su clientela, sus dueños y sus empleados. La empresa privada es mucho más eficiente que el gobierno porque confronta diariamente un “electorado” en el mercado, mientras que los políticos lo confrontan cada dos, cuatro o seis años, teniendo además la perversa facilidad de manipular distritos y comprar votos con dinero ajeno.

© AIPE

Carlos Ball es director de la agencia AIPE y académico asociado del Cato Institute.

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