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Álvaro Martín

Sgrena I

The New York Times pone tierra de por medio con el continente de la paz perpetua, finca cultural de No en Nuestro Nombre

Es 2003. Sadam Hussein continúa arrojando familias a la máquina trituradora industrial. Los esbirros del líder baasista arrojan a los hijos delante de los padres y a las mujeres delante de los maridos. Las víctimas entran en la máquina con los pies por delante, muy lentamente, de manera que su corazón pueda continuar latiendo más tiempo y sus sentidos se lleven a la fosa común un horror más allá del horror. Bajo tierra les esperan otras víctimas que tal vez hayan sufrido la tortura de permanecer sentados durante días en un cuello de botella, tratando de continuar despiertos para que la botella no se introduzca en el recto. Pero lo hace. Poco a poco. Hasta que el intestino grueso se dilata para recibir una tras otra. Y hasta que las entrañas mismas de los infelices estallan en un amasijo de sangre y vidrio. O tal vez coincidan con los cuerpos que lo fueron de hombres, niños y ancianos a los que se hacía ingerir galones de agua con un embudo mientras se les ataba la vejiga para que no pudieran evacuarla. O con las decenas de miles que languidecieron en mazmorras en las que los gusanos empezaban a devorar sus cuerpos sin esperar a que sobreviniera la muerte, para que el cerebro aún vivo sintiera la putrefacción de la carne. O con los cientos de miles gaseados en el Norte o ametrallados en el Sur.
 
Es 2003, y Kofi Annan (el funcionario que dijo “puedo entenderme con Sadam” en 1998, y vaya si lo hizo) y su inspector de armas Hans Blix denuncian al hombre que se enfrenta a ese régimen. Millones de manifestantes, No en Nuestro Nombre dicen, se lanzan a las calles de Nueva York, Roma, Londres, París, San Francisco, Madrid, para tratar de impedir la liberación de los iraquíes. Los periódicos, los intelectuales, los “artistas”, los políticos, comparan a George Bush con Hitler. Y uno piensa en la sonrojante ironía de una sociedad envilecida y cobarde que, enfrentada a un exterminador paranoico y con bigote, vestido de dictador militar, poseído por su propia fantasía de lebensraum hacia Irán o Kuwait, y al frente del partido único, Baaz, llama nazi a quien se le opone y busca perpetuar el dolor de otros en nombre de un ridículo narcisismo que pasa por elegancia moral.
 
2005. Más de mil norteamericanos han muerto para liberar Irak. El Presidente Bush ha sido reelegido y proclamado: “La mejor esperanza de libertad en nuestro mundo es la expansión de la libertad en todo el mundo” y “Aquellos que viven bajo la tiranía sabrán que EEUU no ignorará vuestra opresión ni excusará a vuestros opresores”. En los dos últimos meses, ha habido elecciones más o menos democráticas en Palestina. Inmediatamente después se produjo un alto el fuego entre Israel y la Autoridad Palestina y el proceso de paz comienza a no ser una eterna contradicción en los términos. Los iraquíes han ido a votar en un número que haría enrojecer de placer a cualquier gobierno europeo en día de referéndum sobre la Constitución de la UE. Los libaneses han comenzado su propia revolución naranja, sorprendentemente no contra el Gran Satán, sino contra el ocupante sirio. Hosni Mubarak, presidente vitalicio de Egigto, ha declarado que las próximas elecciones presidenciales contarán con más de un candidato. Las autoridades de Arabia Saudita anuncian la legalización del voto femenino. Todo esto al cumplirse los 100 días de la reelección de George Bush. ¿Podría, tal vez, haber alguna relación?
 
Desde el abismo de la desesperación provocada por la promesa de cuatro años más de imperialismo unilateralista trufado de unilateralismo imperialista, de neoconservadurismo sionista y de sionismo neoconservador, hay quien ha tomado buena nota de que los buenos tiempos de la estabilidad y la paz perpetua han pasado. La inestabilidad en la dirección de la libertad es la dinámica de este improbable 2005. Y la pregunta se la formulan Der Spiegel y The Guardian, Newsweek y Chicago Tribune: ¿es posible que Bush tuviera razón? Mientras, inopinadamente, los medios se vuelven tímidamente críticos con Europa. Hasta Tom Friedman en The New York Times pone tierra de por medio con el continente de la paz perpetua, finca cultural de No en Nuestro Nombre: “No hay nada peor que un pacifista que vende armas”, titula su artículo, despachándose a gusto con el levantamiento del embargo de armas a China que pretende la UE.
 
Si este estado de cosas era insólito es porque va en contra del orden natural de las cosas. Europa, cifra de toda virtud. EEUU, Gran Satán. Bush, tonto. Wolfowitz judío. Rumsfeld y Franks, procesados en Bélgica y Alemania por crímenes de guerra, criminales. Sharon, asesino. Arafat, proto-martir. Este orden natural es el orden natural de la prensa occidental. Nuestros medios aborrecen del principio de la entropía y tienden a restablecer el orden, concebido en torno a su concepto fetiche de “estabilidad”, de forma inmediata.
 
RESET. ENTER Sgrena.

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