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Ricardo Medina Macías

Democracia y felicidad universal

Los proyectos viables y democráticos a lo que deben aspirar es a ofrecer un trato igual a todos con leyes iguales para todos. Eso que algunos llamamos Estado de Derecho

Si le pedimos a la democracia lo imposible –por ejemplo, que garantice la felicidad universal- perderemos la democracia y engendraremos gran infelicidad.
 
A ver. Cuando un político ofrece o demanda "proyectos" de país que nos hagan buenos y felices a todos, le está dando en la torre a la política, a la democracia y a la gente que le haga caso o que tenga la desdicha de ser gobernada por ese sujeto.
 
Me explico. Proyectos totales y totalizadores de felicidad hay muchos, pero no son políticos ni viables en la política democrática. Esos proyectos totales se llaman religiones. Es pertinente, por ejemplo, que el sacerdote o el ministro o el rabino predique la felicidad plena, objetivo fuera de este mundo y que logrará cada cual, según tal o cual fe religiosa, contemplando a Dios cara a cara. Repito: fuera de este mundo, pero es una majadería demagógica y fuente de grandes calamidades que un político haga lo mismo: ofrezca o demande proyectos de felicidad plena y universal para todos. No, para eso no sirve la política.
 
Los proyectos viables y democráticos de nación o país no ofrecen la felicidad, ni a uno, ni a varios, ni mucho menos a todos. Los proyectos viables y democráticos a lo que deben aspirar es a ofrecer un trato igual a todos con leyes iguales para todos. Eso que algunos llamamos Estado de Derecho es muy distinto que "felicidad para todos"; también es muy distinto que "progreso para todos". La primera oferta, la de la felicidad universal, es religiosa; la segunda, la del progreso universal e igualitario, es demagogia totalitaria y populista. Nadie da lo que no tiene. No pidamos peras al olmo porque fastidiaremos al olmo (la democracia) y nos quedaremos sin peras (la prometida felicidad o el anhelado progreso universales).
 
Sospecho que por estas confusiones tenemos, en algunos países occidentales, muchos populistas con diferentes disfraces: el del nacionalista excluyente, el del "progre" de izquierdas, el del popular-revolucionario, el del social-burócrata. Y sospecho que cuando esas confusiones se convierten en norma surgen, en algunos países del medio oriente por ejemplo, los ayatolas que gobiernan –a sangre y fuego, por cierto- desde el púlpito y que utilizan la fe religiosa como instrumento de control y dominio. ¿Cuál es la distancia entre unos y otros?, ¿entre el populista que ilusiona con proyectos totales de felicidad y progreso y el autócrata en el nombre de Dios? Muy poca; en cualquier descuido el primero se convierte, así no mencione a Dios en sus prédicas, en remedo siniestro del segundo.
 
En Irán, por ejemplo, la llamada revolución para implantar la república islámica a la caída del Sha engendró en un primer momento curiosos compañeros de alcoba revolucionaria. Los militantes marxistas se unieron a los ayatolas pensando que ese era el camino –el de sus coincidencias en las soluciones inmediatas, mágicas y totalizadoras- para utilizar la revolución y acabar dominándola. Les falló.
 
Una distancia muy corta. Cuidado.

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