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Agapito Maestre

El centenario de Sartre

En su centenario, sin embargo, deberíamos ser impíos, ejercer de filósofos, y recordar las perversidades más relevantes que este hombre ha ayudado a mantener en el siglo veinte

Pronto se celebrará el centenario de Jean Paul Sartre. Me adelanto, o sea me quedo al margen, porque no quiero que me asocien a los tiempos de los filisteos. Me niego, en cualquier caso, al canto baboso de quien no quiere caminar a solas. Y digo que el más célebre de los escritores franceses de su época es hoy el triste recuerdo de un estalinista. Peor aún, nadie con sensibilidad democrática puede borrar de su inteligencia la imagen de Sartre siempre asociada al ultra-bocheviquismo. Fue educado por un abuelo protestante. Se vendió siempre como un genio. Quiso ser Voltaire y se quedó en un sectario. Escribió una novela brillante, “La náusea”. Rechazó el premio Nóbel de literatura, en 1964. Los arribistas franceses no cesan de proclamar que fue un hombre generoso, siempre dispuesto a defender la causa de los oprimidos, pero, en realidad, nadie con sentido de la decencia deja de criticarlo por su oportunismo militante. El retrato que de él hizo De Gaulle, uno de los hombres más de fiar que ha dado Francia, es su legado a la posteridad: “No se arresta a Voltaire”.
 
No pasará a la historia por ser un filósofo original. Nada en su obra hay para compararlo con la razón vital de un Ortega. Tampoco existe algo tan valioso como el irracionalismo del destino de un Heidegger. El filósofo Sartre no ha pasado a la historia por su originalidad, aunque nadie le negará sus dotes para reinterpretar palabras. El canto al ego trascendental de “El ser y la nada” (1943) pierde su originalidad ante la grandeza de la angustia de Kierkegaard, o el sentimiento trágico de la vida de Unamuno. Mero vitalismo en decadencia. Existencialismo para grandes almacenes. “La Crítica de la razón dialéctica”, publicada en 1960, un pastiche tardío y miserable entre el existencialismo y el materialismo histórico. En fin, filosofía de eslogan para un tiempo de reconstrucción. “No hay realidad más que en la acción”. “Si el hombre es lo que es, la mala fe es absolutamente imposible.” Y, la más famosa, “el hombre es una pasión inútil. Un ser abocado al absurdo”.
 
Interesante frase la última, sobre todo si la biografía de quien la escribió, Sartre, hubiera experimentado la pasión de su inutilidad. Sospecho, sin embargo, que nunca se halló a sí mismo absurdo. Y sospecho, aún más, que la biografía de este hombre fuera alguna vez placenta nutricia de su pensamiento. Acaso, por eso, sentencio que una filosofía sin biografía es juego retórico. Un nicho para académicos con joroba. Acaso, también por eso, excepto “Las palabras”, su autobiografía, digo que, hoy, casi nada me interesa de este autor, aunque ayer me lo leyera entero. En su centenario, sin embargo, deberíamos ser impíos, ejercer de filósofos, y recordar las perversidades más relevantes que este hombre ha ayudado a mantener en el siglo veinte. Entre todas ellas, destaca su defensa del comunismo soviético. Porque sólo se comprometió consigo mismo para diseñar su figura, para que nadie se saliese de su recinto, es conveniente bordearla hasta descubrir que dentro de ella no hay nada rescatable para aquí y ahora. Este hombre ayudó como pocos en Occidente a mantener en pie las dictaduras comunistas más feroces y, sobre todo, fue incapaz de ver el fenómeno más cruel de nuestra época: el totalitarismo. De sí mismo nunca diría lo que dijo de los otros: “Tengo vergüenza de lo que soy”.
 
Una cosa le salva: su escritura. Ésta no es un destino, menos una fatalidad, sino una elección. La escritura es su salvación. La literatura es todo. Salva al que escribe, pero sobre todo al que lo lee. No produce indiferencia. Irrita o entusiasma. Léanlo para experimentar que el pensamiento es acción.

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