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Cristina Losada

Terminator sedante

a uno le puede recorrer la sospecha de que cierto tipo de sedaciones expeditivas tienen poco que ver con el pío deseo de una muerte digna y más con un brutal utilitarismo: dejar camas libres en los hospitales

Tanto fue la barca de la eutanasia mar adentro, que encalló en un hospital de Leganés. Lo de Ramón Sampedro era, en esencia, un suicidio, pero lo han convertido en el caso que debe convencer a la gente, por la vía emocional del cine, de las virtudes de la eutanasia. Y a fe que, cuando menos, ha creado confusión. Pues bien, ya tenemos en pantalla la segunda parte, con pinta de haberse rodado mucho antes que la cinta de Amenábar: la posible eutanasia por las bravas que se investiga en el Severo Ochoa. Donde, que se sepa, ninguno de los favorecidos deseaba suicidarse.
 
Allí, un jefe de Urgencias, según denuncias anónimas que no se presentan por primera vez, habría matado a los pacientes administrándoles dosis excesivas de fármacos. ¿He dicho matado? He dicho mal. Quería decir que les procuraba sedación paliativa para garantizar una muerte digna y sin dolor. Que lo hacía para aliviar los dolores generalizados y evitar los ahogos agónicos. Que trataba, el hombre, por su compromiso con los pacientes, de que no murieran dando gritos. Y que para cumplir esa misión samaritana, acudía a una práctica “avalada internacionalmente”.
 
Toda esa maraña de eufemismos y justificaciones, en el mismo estilo que ya dejó bien tupido el caso Sampedro, adornaban la nota servida por el Colegio Oficial de Médicos de Madrid y alguna otra declaración. No ha faltado tampoco la apelación a la ética, honorable señora a la que no basta con nombrar para que proteja cualquier comportamiento. Pero resulta que a su sombra puede acogerse el que presuntamente se pasó con la morfina, el dormicum y el traxilium. Pues tras una denuncia anterior, el sedador había obtenido el aval de un Comité de Ética, que ahora le defiende y se defiende, claro.
 
Lo que no está tan claro es a qué viene tan encendida defensa por parte del Colegio de Madrid, pero hace pensar que hay en él más profesionales partidarios del tratamiento. Y convendría que aclararan si están diciendo que es lícito sedar a los enfermos terminales para aliviar los dolores, que lo es, o que hay que acelerarles la muerte mediante sobredosis de fármacos. Para ver por dónde va la ética de estos señores. La investigación no promete ser fácil. Ya se ha recurrido al consabido argumento de que se trata de una depuración o represalia política. Y puestos a ello, sería bueno enterarse de qué planeta político vienen los Terminators de la sedación.
 
De momento, a uno le puede recorrer la sospecha de que cierto tipo de sedaciones expeditivas tienen poco que ver con el pío deseo de una muerte digna y más con un brutal utilitarismo: dejar camas libres en los hospitales.

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