Durante una estancia en los años treinta en Inglaterra, el escritor norteamericano Thomas Wolfe descubrió que su hospedera se compadecía más de los animales que de los seres humanos, cuyos sufrimientos, a decir verdad, nada le afectaban. Le pareció aquel un rasgo típicamente british. O de cierta clase de británicos. Y lo anotó como detalle pintoresco. Wolfe murió en 1938 y no pudo ver cómo la actitud de la buena señora se extendía por Occidente. Hasta el punto de que personas que no dejarían morir de hambre y sed a un pajarillo caído del nido, hoy aceptan y hasta piden que se mate de hambre y sed a una mujer incapacitada que, según dicen algunos, aunque hay opiniones contrarias, se halla en estado vegetativo.
¿O dejarían morir al pajarillo? Quién sabe. Los caminos de la compasión progresista son inescrutables. La compasión por los desfavorecidos que alimentaba el fuego revolucionario, permitía justificar, por ejemplo, los crímenes del comunismo. Aún lo permite. Y si bien el sueño de la sociedad perfecta, que absolvía los horrores, ya no se formula con todas sus letras, sigue tiñendo las poses de los herederos de aquella ideología. La muerte y la enfermedad son signos de imperfección que no se pueden erradicar, pero hay un modo progresista de lidiar con ellas que estos días se manifiesta ante el caso Schiavo y el del Papa.
Sí, a nuestros iconos progresistas les preocupa la enfermedad de Juan Pablo II. Mejor dicho, les inquieta que no se nos ahorre la visión de su decadencia física. Ven en ello “algo obsceno” (Rosa Montero), un episodio “desasosegante y penoso” (Maruja Torres). Y arguyen que debería permitírsele morir “sin que sus padecimientos sean expuestos al público” (El Periódico). O sea, son todo compasión, aunque hay dudas razonables sobre a quién compadecen, si al Papa o al público.