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Javier Gómez de Liaño

La amarga enfermedad de la Justicia

Está claro que el Gobierno actual –tampoco los anteriores– no tiene voluntad firme de reformar la Justicia, como ejercicio de responsabilidad, sino por intervencionismo manipulador

“Parálisis” dice el titular de la noticia de Libertad Digital para dar cuenta del fracaso en el seno del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) a la hora de nombrar tres presidentes de Sala del Tribunal Supremo y un presidente de Tribunal Superior de Justicia. La falta de acuerdo entre los vocales del órgano de gobierno del Poder Judicial, ha provocado, una vez más, que surjan voces contra la politización de la justicia y que se culpe a quienes, con las riendas del poder en la mano, día a día, intentan esterilizarla mediante el método de darla un baño de “política”, ácido corrosivo capaz de borrar cualquier rastro de justicia. Nadie o casi nadie se da todavía cuenta de que la Justicia se contamina y pudre cuando se entrevera con la política.
 
Desde luego, con semejantes mimbres, o sea, con la reforma de la Ley Orgánica del Poder Judicial que eleva a tres quintos –de los 21 votos del CGPJ– la mayoría necesaria para el nombramiento de los magistrados del Tribunal Supremo y los presidentes de los Tribunales Superiores de Justicia, es imposible creer –a las pruebas me remito– que se estén dando pasos para alcanzar el modelo de justicia que quiere la gran mayoría de los españoles y la Constitución prometió. Lo dije en su momento. Esa fue una mala ley y no porque sus resultados puedan traducirse en nombrar mejores o peores magistrados, sino por el hecho de que se quiebra otra de las pocas vías posibles para hacer de la justicia una verdadera cuestión de Estado. El empecinarse en el abordaje del Poder Judicial no es la forma más adecuada para la construcción de algo tan importante como la propia independencia del Poder Judicial.
 
Leo que un magistrado del Tribunal Supremo, aspirante a presidir la Sala de lo Penal, de la que forma parte, ha renunciado a la candidatura porque se siente “objeto de mercadería” y denuncia que el retraso en los nombramientos pendientes “pudiera dar pábulo a pensar que las decisiones se están formando y negociando (...) en pasillos y conciliábulos”. Comparto sus temores, aunque lamento que esto mismo no lo dijera mucho antes, cuando él quizá no fuera ajeno a situaciones como las que ahora denuncia. Porque la pregunta es elemental: ¿a qué, para qué y a título de qué esa reforma? ¿Por qué el PSOE no la planteó, por ejemplo, entre 1985-1990, 1990-1996 o 1996-2001, períodos en el que tenía mayoría en el CGPJ? Pues por algo tan sencillo como que la justicia tiene que bailar al son que toquen los que mandan.
 
Muchas veces y en casi todos los tonos he hablado y escrito del CGPJ, una institución a la que pertenecí y que, por culpa de unos y otros, parece que no puede con la elevada hipoteca de responsabilidad que le corresponde. Pues bien, en las presentes circunstancias, ¿cómo no se va a hablar de crisis en la justicia? Harta debe estar la gente de los prometedores programas de los partidos políticos, con sus líderes a la cabeza, como lo están de las vanas palabras de los magos de la tribu. La justicia es algo demasiado delicado para que puedan aplicársele parches y cataplasmas y, todavía menos, prótesis confeccionadas por leguleyos.
 
Querer hacer política con la justicia no es menester de jueces, ni tan siquiera de políticos, sino de traficantes de la justicia que alteran su pureza, envenenándola. Y es que nunca como ahora se había olvidado que el Poder Judicial es un poder del Estado, no un poder de los partidos, lo mismo que nunca como ahora hubo tan poco compañerismo ni tanto cadáver de juez sobre el campo de batalla política, incluidas las guerras internas.
 
Está claro que el Gobierno actual –tampoco los anteriores– no tiene voluntad firme de reformar la Justicia, como ejercicio de responsabilidad, sino por intervencionismo manipulador. El Poder Judicial, uno de los poderes fundamentales del Estado, no puede seguir siendo tributario de otros poderes y menos del poder de los partidos políticos. Es hora ya de que dependa de sí mismo.

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