El Papa Juan Pablo II deja como legado un modelo, una obra terminada y otra por continuar.
El ejemplo es la firmeza y la consistencia moral mostrado durante su pontificado, precedidos de su acción como sacerdote en Polonia. En la claridad con que ha defendido la raíz misma de las posiciones morales del catolicismo, sin miedo a pedir que se cumplan las exigencias derivadas de la doctrina y la ética católicas, Juan Pablo II ha parecido a veces un hombre de otra época, capaz de anteponer la fe y la virtud a las consideraciones personales, no digamos ya a las comodidades. Ahora bien, Juan Pablo II ha sido también un Papa radicalmente moderno: en las referencias intelectuales, en la exposición y la argumentación de la doctrina, en su búsqueda de una dimensión global, en la falta de respeto a las jerarquías y en su cercanía a la gente. También lo ha sido en algo que en nuestros días se valora extraordinariamente: la autenticidad. Juan Pablo ha mostrado en su propia vida la seriedad de lo que ha predicado, el valor del sacrificio, la fuerza de la fe. Además de un guía espiritual y doctrinal, ha sido un testigo, un mártir. La fuerza de esta combinación milagrosa de autenticidad, modernidad y firmeza es incalculable.
La obra realizada es en buena medida consecuencia de lo anterior. Juan Pablo II se enfrentó al totalitarismo. Todo se juega en la dignidad del hombre y en la voluntad de seguir teniendo fe en ella. Juan Pablo II iluminó esta fe con la doctrina católica sabiendo que no era la única forma de encontrar esa verdad, de ahí su ecumenismo. Aun así, su experiencia directa de los totalitarismos nacionalsocialista y comunista reafirmó su convicción católica. El totalitarismo se propuso destruir la dignidad humana. Juan Pablo II hizo del catolicismo un bastión contra el proyecto del Mal. Venció, demostró que se puede vencer y revalidó la vigencia del catolicismo.