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Gabriel Calzada

Zapatero y el pacifismo belicista

Quien quiera defender la paz en este mundo en el que vivimos, debe alejarse tanto del belicismo como del pacifismo, tratar de comprender la importancia de la guerra y buscar la forma de superarla

La necedad de un pacifista sólo puede ser igualada por la de un belicista. Por increíble que parezca, el presidente Rodríguez Zapatero se está destacando como un campeón mundial en ambas disciplinas antagónicas. Su defensa del pacifismo ha venido a completarse la semana pasada con el establecimiento de un protocolo de colaboración en materia militar con Venezuela que incluye la venta de armas a ese país por parte de España y, por lo tanto, el apoyo al militarismo más descarado.
 
La justificación de ZP para llevar a cabo una política tan agresiva son los 600 puestos de trabajo que supuestamente permitiría su venta. Este nauseabundo utilitarismo se abraza con la extendida y falaz idea de que la guerra y el belicismo son buenos para la economía en general y el mercado libre en particular. Así, los políticos que, como Zapatero, de pronto apoyan el militarismo, serían rehenes de una necesidad económica; del dictado del libre mercado. Nada más lejos de la verdad. Si bien algunas empresas pueden resultar beneficiadas por las políticas belicistas, la sociedad en su conjunto suele sufrir sobremanera tan pronto comienza el sonido de los cañones. Únicamente cuando un país se embarca en un conflicto militar estrictamente defensivo podría granjearle la guerra una situación mejor que la que de otro modo se encontraría. En este sentido resulta interesante constatar cómo mientras los defensores del mercado libre siempre han recelado de la guerra por considerarla un riesgo muy grande para la libertad individual y el bienestar económico de la sociedad, en claro contraste, desde los mercantilistas hasta los socialistas, pasando por los nacionalsocialistas y los fascistas, siempre han entendido el militarismo y la guerra como un motor económico que tira de la demanda y la renta nacional. Una actividad, dirían, que si bien podría estar mal éticamente, es conveniente desde el punto de vista económico. Se equivocan, la guerra jamás podrá ser conveniente si es injusta y sólo si es en justa defensa podría ser beneficiosa para toda la sociedad.
 
Ahora bien, ser pacifista a secas tampoco te convierte en un defensor de los intercambios voluntarios, la vida y la propiedad, es decir, de la paz. La oposición a la guerra, sea esta justa o injusta, cuando no es el fruto de una perversidad política, es hija de la ingenuidad más alarmante. Si cierto es que en todo conflicto bélico interviene al menos un agresor, no lo es menos que puede haber una víctima que se defienda por medio de la acción militar. Por eso, reconocer los horrores de la guerra no debe cegarnos a la hora de identificar su uso legítimo. El pacifista sólo atiende al lado oscuro de la guerra pero ignora que, como bien decía Ortega, constituye una institución humana que ha surgido como solución imperfecta a problemas cruciales propios del tipo de sociedad en el que vivimos. Su supresión sin más no eliminará esos problemas, más bien los exacerbaría. Su definitiva superación requiere un inmenso esfuerzo que permita el respeto y la defensa de la vida y la propiedad a través de nuevos medios. Pero eso exige un cambio social que no se produce de la noche a la mañana ni por el designio de un gobernante. Hasta entonces, estar en contra de toda guerra es como estar en contra del uso de la fuerza en sí misma, de los objetos afilados o de la práctica de deportes que sirven para la defensa personal.
 
Quien quiera defender la paz en este mundo en el que vivimos, debe alejarse tanto del belicismo como del pacifismo, tratar de comprender la importancia de la guerra y buscar la forma de superarla. Mientras que los hombres de bien y amantes de la paz tratan de avanzar en esta ingente tarea, asistimos estupefactos a la venta por parte de un gobierno que se autoproclama pacifista de 12 aviones y ocho barcos militares a un tirano belicista. Y es que como ha popularizado Randolph Bourne, “la guerra es la salud del estado”, y el estatista –por pacifista que se considere- sólo tiene dos opciones: dejar de serlo o cuidar la salud del estado -contradiciendo así su supuesto anhelo de paz universal. Zapatero ha dejado clara su elección.

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