La incongruencia de contar con un ministerio de la vivienda en un país en el que sobran pisos y en el que dicho ministerio no tiene competencias, que pertenecen a las autonomías y ayuntamientos, resulta, periódicamente, en declaraciones estrambóticas, que parecen pensadas para recordar que el ministerio, y la ministra, existen.
Por eso hemos pasado del compromiso de 180.000 viviendas anuales de protección oficial, a un tipo indefinido de habitáculo calificado de “solución habitacional”, a las mini viviendas de 25 m2. En todos los casos sin posibilidad alguna de desarrollar los supuestos planes, y con una influencia evidente de la terminología y la experiencia del comunismo en Iberoamérica, ya sea el Chile de Allende o el castrismo de Cuba, dónde las familias, por definición, sólo tienen derecho a una habitación, teniendo que compartir el resto de los servicios comunes –cocinas, aseos y pasillos– de un piso con otras dos o tres familias.
Pero creo que merece la pena analizar un poco más la propuesta de los 25 m2. Una solución intolerable si se trata de viviendas protegidas, que encadenan, casi de por vida, a las familias, porque sus bajos precios subvencionados y la prohibición de venderlos a precios de mercado hasta que pasen 15 ó 20 años, y siempre que se cuente con la autorización administrativa pertinente, los convierten en domicilios permanentes, de los que sólo se sale tras muchos años o negociando pagos adicionales en dinero negro. Por supuesto que una solución más digna y menos demagógica sería subir el precio de venta oficial permitido, en cuyo caso se harían muchísimas más viviendas de este tipo, de dimensiones habituales o bien eliminando la categoría de viviendas de protección oficial, y dando un cheque-vivienda a todos los que cumplan determinados requisitos, lo que eliminaría corrupción y favoritismo.