Si algo hay más arduo que definir el vocablo espiral, es intentar encerrar en palabras el significado de la voz moderno. Así, por ejemplo, uno observa durante una fracción de segundo a Alberto Ruiz Gallardón e infiere al instante que se halla ante el embajador de la más radical modernidad. No obstante, es menester empeñar varias horas de reflexión pausada para identificar el porqué de esa revelación fulminante.
Sucede que desde que aquel pobre orate que respondía por Rimbaud lanzara la consigna –“hay que ser absolutamente moderno”–, han sido muchos los llamados, mas pocos los elegidos para coronar esa cumbre moral de la época que nos ha tocado vivir. Y he ahí que, entre esos pocos, ha querido la fortuna que nuestro Alberto fuese el primero. Pionero entre los pioneros, el alcalde se sabe Rey del Espíritu de los Nuevos Tiempos. Pero, entre el ayer que se nos fue y ese mañana al que todavía no hemos arribado, a los excluidos aún se nos revela inaprensible el significado profundo del evangelio apócrifo que anuncian sus bandos.
Milan Kundera, otro ignorante de las tablas de la ley de la tierra prometida en la que ya habita el edil, fracasó antes que nosotros en su propia tentativa por explicar de qué estamos hablando cuando hablamos de modernidad, es decir, de Alberto. Rendido, el checo terminó acercándose lo más que pudo a eso inalcanzable a través de la literatura: “La madre Lejeune, en Ferdydurke, exhibe como uno de los signos de la modernidad su actitud desenvuelta para ir al retrete, adonde antes iba a hurtadillas”, escribe a modo de claudicación. Y, sin embargo, ésa es la clave. En efecto, los héroes cómicos de las novelas de Gombrowicz combatían contra sus fantasmas anunciando a los cuatro vientos que les llegaba la hora de refugiarse en el excusado. Bien, pues a Alberto le viene a ocurrir algo parecido, de ahí el encargo del pregón a Joaquín Sabina.