Hoy es uno de esos días en que la Historia se retrata ante nuestros ojos. Hoy, el Gobierno socialista y la Oposición liberal-conservadora mostrarán sus cartas en una mesa de juego que se están llevando los de la mudanza. Hoy vamos a asistir a la dramatización de una tragedia política: que un cuarto de siglo después de haber puesto en pie un régimen nacional de libertades contra viento y marea, contra los demonios familiares y los diablos domésticos, nos hallemos en el innecesario pero acelerado proceso de cargárnoslo. Y con él, a la Nación Española. Y ante esta liquidación por derribo, Rajoy y Zapatero van a decir lo que media España tiene que decir y lo que la otra media tiene que callar. Discurso silenciosamente dolorido en un caso. Silencio estrepitoso en el otro. Escuchados ambos conjuntamente, lo contrario de una sinfonía.
Hace un cuarto de siglo largo, el presidente del Gobierno Adolfo Suárez defendió su modelo de transición a la democracia desde la legalidad franquista y la puesta en marcha del nuevo régimen constitucional con una metáfora cautivadora: había que cambiar las cañerías sin que dejara de funcionar el agua caliente, puesto que con la fría, añado yo, ya contábamos. Y es que España tuvo la suerte de vivir un período constituyente sin interregno, en legalidad, porque la fórmula de Torcuato Fernández Miranda “de la ley a la ley” permitía que se fueran los vencedores de la guerra civil sin irse del todo y que llegaran los vencidos sin vengarse de los vencedores. Mayormente, porque los vencedores no se dejaban. Creo que lo único que le debemos a Zapatero es una reconsideración positiva de la Transición, con la salvedad del engendro del Estado de las Autonomías, que se ha revelado como un cáncer nacional. Lo malo es que Zapatero nos ha hecho apreciar la Transición mediante el rudo expediente de cargársela.