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José García Domínguez

La tregua

ocurre que en esa Escuela del Resentimiento, que es en la que se ha formado Zapatero, el orden liberal capitalista se percibe como una enfermedad crónica, ante la que una terapia de electrochoque siempre merecerá indulgencia

Otegui alquilará una camisa blanca para la ocasión. Y cuando baje del coche oficial, también sorteará con tres saltitos esos escalones que ahora se interponen entre la decencia y la puerta de La Moncloa, instante que aprovechará para saludar a la afición con la mano recién enjabonada. Arriba, tampoco faltará su banderita, con mástil de honor y todo. El otro lo aguardará en la pequeña explanada, exhibiendo la más dulce de sus sonrisas ante las cámaras. Luego, chocarán esas cinco. Sólo es una cuestión de tiempo. Pero ocurrirá. Todos lo veremos.
 
Será posible porque en la tradición cultural de la izquierda española, la violencia podía ser desechada por consideraciones prácticas, pero el recurso a la fuerza jamás mereció enmienda moral per se. Circunstancialmente, el terror sería repudiable, mas sólo porque resultase disfuncional al logro de objetivos estratégicos, nunca por un rechazo intelectual a la Goma 2. De ahí que la sala de estar de su memoria sentimental siga adornada con los posters de Largo Caballero, el Che, Gadafi, Lenin, Arafat, el busto del subcantamañanas Marcos y el autógrafo dedicado del último carnicero dispuesto a activar un detonador contra los valores de Occidente.
 
Ocurre que en esa Escuela del Resentimiento, que es en la que se ha formado Zapatero, el orden liberal capitalista se percibe como una enfermedad crónica, ante la que una terapia de electrochoque siempre merecerá indulgencia. Así, en su imaginario, las instituciones de la democracia “burguesa” continúan representadas como falacias de un sistema viciado de ilegitimidad. En esa ciénaga ética chapotea el inconsciente colectivo de una gran parte de la izquierda. Ahí aloja su sistema límbico, esa capa profunda del cerebro que aún compartimos con los reptiles.
 
Por lo demás, a ojos de esa izquierda realmente existente, la Eta fue el primo cejijunto de Zumosol justo hasta el día que las urnas de la Transición demostraron que la gente rechazaba la ruptura. Pero, a pesar del distanciamiento entre los viejos compañeros de viaje, el estiércol de la lucha armada no cesaría de alimentar esa corriente subterránea que transporta las aguas fecales del mito revolucionario. En aquel trance, la asunción de la Reforma supuso un desgarro íntimo, una claudicación hiriente para el grueso de la militancia (conviene no olvidar que fue entonces cuando emergió con fuerza Herri Batasuna, el refugio de tantos izquierdistas “estatales” hastiados de la “traición” de los dirigentes).
 
Y puede que haya transcurrido un cuarto de siglo, pero aquella renuncia al cambio revolucionario de régimen no ha dejado de ser recordada como una herida aún abierta por los nuevos líderes socialistas. Por su parte, los “puros”, los que entonces no “claudicaron” —la Eta y los grupos de la extrema izquierda que sostienen a Zapatero—, no hicieron más que seguir defendiendo aquel programa al que hubo de renunciar con dolor el PSOE de 1976 a causa de su extrema debilidad política. Esas son las razones de que, hoy, quepa un único guión posible para la tregua y la reconciliación entre el viejo antifranquismo histórico y el neoantifranquismo renovado: volver a empezar. La ruptura.  

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