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EDITORIAL

El polvorín del Sáhara

Si Zapatero es tan amigo como dice de la legalidad internacional debería predicar con el ejemplo y plantarse ante Mohamed VI para que se fije una hoja de ruta saharaui antes de que sea demasiado tarde

Han pasado treinta años desde que el último Gobierno del franquismo decidiese abandonar la última colonia española en África. Sin embargo, el problema que dejó atrás, el de sus habitantes, los saharauis, no remite. Tres décadas en las que la comunidad internacional en general y España en particular han hecho menos que nada por buscar y, sobre todo, por materializar una solución al que probablemente sea el conflicto más longevo de cuántos se han dado en el Magreb en el último cuarto de siglo. Con la excepción del voluntarioso Plan Baker, pergeñado por el antiguo secretario de Estado norteamericano, no ha existido ni una sola iniciativa encaminada a refrenar los impulsos expansionistas de la monarquía alauita sobre su indefenso vecino del sur.
 
La descolonización y retirada de los efectivos españoles fue, a todas luces, muy deficiente. Vino marcada por los estertores de la dictadura y por el repliegue sobre sí misma que España protagonizó en la segunda mitad de los setenta para consolidar la democracia puertas adentro. Eso, sin embargo, no exime a nuestros sucesivos Gobiernos de haber tratado con una proverbial falta de miras un problema que la precipitación española contribuyó a crear. El Partido Socialista, antaño portavoz de los intereses del pueblo saharaui, ha traicionado su causa por dos veces. La primera tras la llegada al poder de Felipe González, la segunda con motivo de la entrega sin condiciones a Marruecos que, desde hace un año, vienen ensayando a dúo Zapatero y su promarroquí ministro Moratinos.
 
Tanto el Plan Baker como diversas resoluciones de Naciones Unidas establecen que en el antiguo Sahara Español debe celebrarse sin más demora un referéndum en el que se dirima si la ex colonia pasa a formar parte de Marruecos o, por el contrario, se constituye como República independiente. Rabat ha impedido hasta la fecha que esta consulta se celebre articulando arteras maniobras y desoyendo el mandato de la ONU. Además, los gobiernos marroquíes han promovido la emigración de súbditos al sur para que, en el caso de que el referéndum termine por convocarse, ganar fraudulentamente la partida gracias a la nueva composición demográfica del Sahara.
 
Parece obvio que para el rey de Marruecos y para sus sucesivos gobiernos el Sahara carece de ese derecho de autodeterminación que asiste a cualquier colonia. Hasta ahora, gracias a la apatía internacional y a la necesaria cooperación de España –que ha hecho oídos sordos durante mucho tiempo- los marroquíes se las han visto muy felices. No por ello los saharauis, esa gente que hasta 1976 fue de nacionalidad española, siguen existiendo y no se resignan a que el sultán se salga finalmente con la suya. Los incidentes que se registraron en El Aaiún y Rabat la semana pasada dan fe de que el polvorín ha terminado por estallar. En la capital de la ex colonia la represión policial ha ocasionado cuantiosos heridos y hasta 40 personas desaparecidas que, probablemente, se encuentren detenidas con su suerte entregada a los policías de un régimen que nunca se ha caracterizado por el buen trato otorgado a los presos.
 
Naciones Unidas tiene la obligación moral de despertar de su letargo saharaui y de exigir explicaciones al gobierno de Rabat. España, por su parte, tiene la obligación política de involucrarse a fondo en un proceso que abrió hace tres décadas y que todavía no se ha cerrado. Si Zapatero es tan amigo como dice de la legalidad internacional debería predicar con el ejemplo y plantarse ante Mohamed VI para que se fije una hoja de ruta saharaui antes de que sea demasiado tarde. Ese maltratado pueblo, condenado a vivir entre la espada y la pared, entre los arenales del desierto y la represión marroquí, se merece la oportunidad que tantas veces le ha sido negada.

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