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Alberto Recarte

Nuevas prioridades para el gasto público

El sustancial aumento de ingresos públicos que se está produciendo en estos momentos, no debería gastarse alegremente en políticas populistas y electoralistas, como está haciendo el gobierno, pues vamos a necesitar, a partir de 2007 todos esos ingresos.

El cambio demográfico, con sus repercusiones económicas, –empezando por el crecimiento del empleo–, ha sido recogido por el INE, con una doble alternativa de proyección de la población a largo plazo (hasta 2060). En una de ellas se supone que va a aumentar hasta llegar a los 53 millones en 2050. Se trata de la proyección más alta, que a mí me parece corta, tanto por el número de inmigrantes que continúa llegando a España, como por el efecto que puede tener la reagrupación familiar de los inmigrantes legales, un fenómeno que incentiva nuestra ley. Este enorme aumento de la población obliga a reconsiderar cuáles son las prioridades económicas de cualquier gobierno en los próximos lustros.
 
En primer lugar, la crisis del sistema de pensiones, que aparecía como inevitable en 1993, y que determinó la firma de los pactos de Toledo, se aleja; los problemas de fondo son los mismos, los del sistema de reparto, pero la posible insuficiencia financiera para las pensiones públicas no debería presentarse hasta dentro de más años.
 
En segundo lugar, hay que incrementar las inversiones en infraestructuras físicas: de transporte, agua, luz y otros servicios básicos, pues estaban diseñadas, hace apenas 8 años, para una España de 40 millones de habitantes, y hoy somos 44 millones y en pocos años, vía inmigración y reagrupamiento familiar de inmigrantes, podemos ser 50 millones.
 
En tercer lugar, la más urgente de las tareas, hay que reforzar toda el área de justicia: policía, juzgados, cárceles y exigencias del cumplimiento de las leyes. No es lo mismo 40 millones de habitantes que 50 millones, al margen de la dificultad que supone la falta de referencias personales previas de la población inmigrante, en lo que se refiere al siempre pequeño grupo de delincuentes que han aprovechado la porosidad de nuestras fronteras para instalarse en nuestro país.
 
En cuarto lugar, hay que invertir más en sanidad y educación, lo que puede hacerse pública o privadamente, al margen de la gestión, que siempre podría privatizarse. El argumento es el mismo, el aumento de la demanda y un mayor uso, por muchos de los recién llegados, y de los que llegarán, de esos servicios; lo que redundará en su beneficio personal y en el de la sociedad española en general.
 
En quinto lugar, hay que prever que podrían producirse aumentos sustanciales del gasto público en subsidios y prestaciones por desempleo cuando el actual ciclo de crecimiento termine.
 
En sexto lugar, no vamos a contar con trasferencias netas de la Unión Europea, lo que va a significar, sólo para mantener el actual nivel de gasto en infraestructuras y formación, un aumento del gasto público cercano al 0,8% anual del PIB a partir de 2007.
 
Por tanto, el sustancial aumento de ingresos públicos que se está produciendo en estos momentos, no debería gastarse alegremente en políticas populistas y electoralistas, como está haciendo el gobierno, pues vamos a necesitar, a partir de 2007, todos esos ingresos e incluso –en el límite– nuestra capacidad de incurrir en déficit para proyectos específicos, para atender la nueva realidad demográfica española. Una realidad que afortunadamente se puede soportar, hoy, con una deuda pública que, con las nuevas estadísticas, se debe haber reducido al 47% del PIB; a modo de referencia, cuando el PP alcanzó el poder en 1996 la deuda era el 68% del PIB. No estoy propugnando una política deficitaria –como la cesión del gobierno a IU y ERC de permitir un déficit público a las autonomías del 1,5% del PIB, sin una causa justificada, sino la elaboración de proyectos en todas las áreas que he señalado y que podrían resultar temporalmente en déficit. No, por razones cíclicas, como ha defendido el actual gobierno –pues esa es una evolución siempre imprevisible–, sino para tener en cuenta una realidad, la de una población que desborda la capacidad de nuestras infraestructuras y servicios. Si no lo hacemos, se producirán estrangulamientos en esos sectores, lo que nos impedirá el crecimiento en un momento crucial de nuestra evolución demográfica. Tendríamos todos los inconvenientes de una población sustancialmente mayor y ninguna de sus ventajas.

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