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Pablo Molina

Zapatero Menchú

ZP parece deudor de una visión indigenista y tercermundista de las relaciones internacionales con hispanoamérica, típica del turismo de solidaridad progre a lo Leire Pajín

En medio de la polvareda informativa de los últimos días, ha pasado prácticamente desapercibido el discurso que nuestro presidente pronunció hace bien poco en Sevilla, con motivo del I Encuentro Internacional de Rectores, en el que participaron universidades de varios países hispanoamericanos. La trascendencia del evento ha sido limitada, pero para los que cultivamos el estudio de la producción intelectual de nuestro socialismo, la disertación de ZP constituye una rica veta, de la que extraer valiosa información acerca del curso que nuestra política exterior va a seguir en los próximos años respecto a la América hispana.
 
La cuestión de la Hispanidad, pues de eso se trata en última instancia, había preocupado a las más grandes figuras de nuestro pensamiento, de Unamuno a Ortega, pasando por d’Ors y por Maeztu, pero faltaba la síntesis magistral que diera razón de conjunto a este esfuerzo intelectual que duraba ya un siglo. Y efectivamente, en medio del mensaje de bienvenida de ZP, ladinamente escondida entre montañas de la habitual farfolla progre autosatisfecha, se encontraba esta perla: “La cooperación española se implicará en el apoyo claro de los pueblos indígenas mediante el fomento del autodesarrollo”, pues éste es el proyecto de ZP para “América Latina” (sic). ZP prosigue así la senda iniciada en su día por el comisario para la conmemoración del V Centenario del Descubrimiento de América, famoso por su gafancia varias veces acreditada en el curso de los fastos del 92, que se pasó todo un año haciendo el ridículo por los foros sudamericanos a los que acudía a pedir perdón (en nombre de nosotros, los españoles) por haber colonizado el continente, haber donado a sus habitantes una lengua y una cultura y haberles rescatado de la edad de piedra para incorporarlos a la civilización europea.
 
ZP, suponiendo que su espíritu haya contraído alguna vez una “deuda intelectual”, parece deudor de una visión indigenista y tercermundista de las relaciones internacionales con hispanoamérica, típica del turismo de solidaridad progre a lo Leire Pajín, que asume como vértice doctrinal la retórica marxista de las relaciones “norte-sur”. Por eso no es capaz de esbozar ningún argumento que se refiera a la hispanidad de unas tierras hermanas. Ni siquiera la expresión “Hispanoamérica” tiene cabida en su verborrea políticamente correcta. En su lugar, nuestro presidente prefiere el término “América Latina” (Amerique Latine) promovido en su día por los franceses y aprovechado inteligentemente por italianos para justificar culturalmente su penetración política en el continente.
 
No se trata de caer en la retórica hispanófila de otras épocas, sino de asumir en su integridad nuestra Historia común y no a beneficio de inventario según la moda estética o la encumbrada ignorancia del momento. El primer deber del Presidente del Gobierno de España es conocer nuestra Historia; el segundo respetarla. Porque, además, en la empresa española del descubrimiento de América está el germen de algunas categorías en las que la izquierda actual basa su programa político. Por ejemplo, los derechos humanos, que aunque sea duro de admitir por una cabeza masona, tienen su origen en nuestros escolásticos del siglo áureo, defensores de la unidad moral del género humano y de la igualdad de todos los hombres, que exigían de la Corona el respeto a los legítimos derechos de los indios.
 
No hay un sólo socialista español que haya enriquecido al socialismo con una idea propia cuyo valor reconozca el mundo, ni siquiera el submundo socialdemócrata. Razón de más para aprovechar el fecundo legado de los que nos han precedido en el estudio de estas cuestiones, en lugar de limitarse, como hace la izquierda actual sistemáticamente, a suplantar el pensamiento riguroso por la consigna relativista.
 

Ramiro de Maeztu, a quien la izquierda asesinó y la derecha no ha empezado a leer aún, dejó escrito que un pueblo no puede vivir con sus glorias desconocidas y sus vergüenzas al desnudo sin que propenda a huir de sí mismo y disolverse. El entusiasmo, perfectamente descriptible, con el que nuestro Monarca despachó el brindis a España en su último acto castrense, es una buena pista para saber en qué lugar de la pendiente nos encontramos. Pues eso, viva “este país”.

Pablo Molina es miembro del Instituto Juan de Mariana.

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