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EDITORIAL

4-J: Zapatero no se inmuta

Si España fuese un país normal, un país en el que, entre otras cosas, el Gobierno evitase los acuerdos con los que quieren romperlo, la manifestación del sábado hubiese ocasionado ayer mismo una catarata de decisiones políticas

Era de esperar. Al político que hizo de la pancarta y la agitación su plato único cuando se encontraba en la oposición no le ha conmovido lo más mínimo que casi un millón de personas se concentren para pedirle justicia y respeto por las víctimas del terrorismo. En su estilo habitual de vacuo eslogan publicitario respondió ayer desde Vigo a todos los que el sábado por la tarde abarrotaron las calles de Chamartín. Zapatero aseguró, frente a la rendida audiencia de un mitin, que escucha con respeto a las víctimas y que, gracias a que él gobierna, ya nadie insulta a los que se manifiestan en la calle. Dos disculpas, dos mentiras. Muy en línea con el socialismo de siempre. Si para el presidente del Gobierno “escuchar” a las víctimas es reunirse a escondidas con Otegui, no hacer nada frente a los batasunos disfrazados del PCTV o nombrar a Peces Barba como Alto Comisionado, es que la acepción que Zapatero tiene del verbo escuchar es muy diferente a la que recogen los diccionarios. En lo relativo a los manifestantes, pocas veces en el nefasto año de Gobierno que Zapatero ha perpetrado junto al peor Gabinete ministerial de la democracia había elevado tanto el listón de la hipocresía.
 
A lo largo de las dos últimas semanas se ha procurado reventar la convocatoria por todos los medios de los que dispone el Gobierno, que son muchos. Se ha decretado un silencio informativo en la cadena pública -un silencio, dicho sea de paso, del que se han hecho eco el resto de medios afines-, se ha tratado de dividir a los convocantes sembrando la duda de la oportunidad y legitimidad de la manifestación y, como remate, se ha mirado con infinito desdén a los manifestantes y, lo que es peor, a la causa por la que éstos se congregaron bajo un sol de justicia. No es extraño que, días antes de la manifestación, Savater se desmarcase de la misma arguyendo extrañas razones tras las que se encontraba una velada con Zapatero en Moncloa. Tampoco lo es que TVE emitiese una película de Alfredo Landa cuando un casi millón de personas se concentraban a escasa distancia de sus estudios en Torrespaña. Zapatero, efectivamente, no dice que Rajoy es un “líder de pancarta”; esa no es su medicina, el presidente del Gobierno paga con otra moneda muy diferente, la de la ruindad del fuerte que no tolera que nadie le llame la atención.          
 
La multitudinaria manifestación del sábado, amén de congregar a semejante cantidad de gente, ha puesto al Gobierno frente a su indigna maniobra de llegar a un acuerdo con los etarras a espaldas de la gran mayoría de los españoles. Porque, aunque Zapatero quiera ignorarlo, la mayoría parlamentaria no otorga patente de corso para hacer y deshacer a antojo del gobernante sin tener que rendir cuentas a la ciudadanía. Si España fuese un país normal, un país en el que, entre otras cosas, el Gobierno evitase los acuerdos con los que quieren romperlo, la manifestación del sábado hubiese ocasionado ayer mismo una catarata de decisiones políticas. La primera, el cese fulminante del Alto Comisionado para las víctimas; la segunda, el parón inmediato de cualquier negociación que se sostenga o vaya a sostenerse con la ETA; y la tercera, la convocatoria urgente del Pacto Antiterrorista o, en su defecto, una entrevista urgente con el jefe de la Oposición para acercar posiciones y serenar el ambiente.
 
La política antiterrorista no es una cuestión de partido como puede serlo la fiscalidad, la educación o la inversión en infraestructuras. La política antiterrorista es una cuestión de Estado. Así lo entiende el Partido Popular y así parecía entenderlo el Partido Socialista hasta que las bombas de Atocha le llevaron al poder por sorpresa hace año y pico. Zapatero no puede seguir ignorando a la mitad del electorado que votó al PP, y a una buena parte del mismo que votó al PSOE pero que no desea de ninguna manera que la Nación caiga de rodillas ante los terroristas que nos amargan la existencia desde hace cuarenta años. Las vacuidades mitineras pueden servirle para quedarse tranquilo frente a lo más bizarro de su electorado pero, más pronto que tarde, habrá de enfrentarse a un clamor que cuanto más lo ignore más crecerá.

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