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Alberto Recarte

No francés a la Constitución, No holandés al euro

Los franceses y los holandeses han dicho a sus políticos que la Unión política europea que se les ha presentado es precipitada, excesiva y que no se fían de su actuación en Bruselas y Estrasburgo para defender sus intereses.

La semana pasada han confluido dos fenómenos que se estaban desarrollando en paralelo en Europa. Por una parte, las dudas sobre el acierto de haber introducido el euro, reavivadas tras la comprobación de la recesión italiana, la dificultad para recuperarse de los países que hace tiempo están en crisis, como Portugal y a la vista del descontrol de las cuentas públicas en casi toda la Unión Europea. Por otra, las dudas políticas sobre una integración precipitada, impulsada por burócratas y políticos europeístas irresponsables.
 
El no a la Constitución europea en Francia y Holanda es una buena noticia para todos los europeístas. Las razones para el no han sido muy diferentes en uno y otro país. En Francia el rechazo a la inmigración masiva, el temor a la competencia interna y externa, a la deslocalización industrial y a una clase política, de derechas e izquierdas, distante y elitista. En Holanda, la condena al fundamentalismo islamista, el descontento con el funcionamiento del euro y la defensa de la nacionalidad, frente a una Europa en la que iban a dominar Alemania, –sobre todo–, pero también Francia, Reino Unido e Italia, los países más poblados, frente a lo que fue inicialmente el Mercado Común, una organización en la que todos, grandes y pequeños, tenían el mismo peso y sólo se tomaban decisiones por unanimidad, lo que obligaba a un auténtico diálogo y a ser muy prudente en qué nuevas regulaciones se proponían.
 
Los franceses y los holandeses han dicho a sus políticos que la Unión política europea que se les ha presentado es precipitada, excesiva y que no se fían de su actuación en Bruselas y Estrasburgo para defender sus intereses.
 
Si ésta ha sido, efectivamente, la razón última del no, está plenamente justificada. Tanto la actual Unión Europea como la que había diseñado la mal llamada Constitución, están controladas por una élite política a la que es muy difícil pedir cuentas, a nivel nacional, de las decisiones que toman en los órganos comunitarios. No es una casualidad que las reformas, buenas y malas, según los distintos puntos de vista, se intenten hacer, o endosar, –desde hace años– por directivas comunitarias antes que por decisiones y leyes a nivel nacional. Los políticos europeos de casi todos los países –con la excepción quizá del Reino Unido– han preferido plantear las reformas, o los nuevos intervencionismos, lejos de sus votantes, sin debatir ni intentar convencer a nivel nacional; un proceso largo en el que muchas veces se fracasa. Mucho más cómodo hacerlo en Bruselas. El haber encargado a Giscard la redacción de esa nueva Constitución era ya una premonición de lo que se avecinaba: despotismo por parte de quien siempre se ha comportado como si fuera la élite intelectual y moral de Europa, por más que recibiera diamantes del antropófago –como recuerda Federico Jiménez Losantos– Bokasa.
 
En relación con el euro, por otra parte, se están planteando dudas que hace apenas un mes parecían insensatas. Para los políticos europeos irresponsables el euro ha sido una bendición. No sólo las reformas se deciden en Bruselas –lejos de los molestos electores–, sino que se puede incurrir en cualquier tipo de déficit, sin necesidad de hacer reformas; el euro ha permitido no hacer absolutamente nada políticamente costoso en ningún país. Ni en los que van bien ni en los que, sobre todo, van mal. Ésta es una situación excepcional porque, finalmente, la respuesta del mercado se tenía que dejar sentir de alguna manera. El descenso del tipo del cambio del euro en relación con el dólar la pasada semana es el primer movimiento económicamente lógico que se produce en mucho tiempo en el mercado de divisas. Porque esa pérdida ha tenido que ver con la situación política y económica de la Unión Europea, y no como –habitualmente y desde hace tres años– un subproducto de la compra y venta de dólares.
 
La Unión Europea se ha estado construyendo sobre bases falsas: Económicamente, sobre el euro, una moneda artificial, hija del despotismo y, políticamente, sobre el proyecto de Constitución, un documento confuso y poco democrático, en el que el poder de decisión sobre temas de enorme trascendencia no está en manos de los representantes de los europeos sino –con competencias compartidas, pero poco claras– en las de la Comisión europea, el Consejo de Ministros y el Parlamento, y sólo en éste la representación popular se siente, aunque tenuemente; por más que, por ejemplo, este Parlamento no tenga el derecho a la iniciativa legislativa.
 
Una Europa a 25, o a 27, o a 28 con Turquía, sólo puede, y debe ser, una unión arancelaria y un acuerdo para asegurar la libre circulación y la competencia leal entre empresas y personas, impidiendo las distorsiones que introducen la intervención pública y las subvenciones públicas. Aquí sí cabría Turquía y todo el resto de Europa del este. Una Europa mucho menos ambiciosa, pero mucho más cercana a los habitantes de cada país. Lo que no excluye acuerdos entre los países que quieran tener lazos políticos y económicos más estrechos. Una Europa de estas características sí sería una garantía de prosperidad y de libertad.

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