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Alberto Recarte

El euro y la dificultad del cálculo económico

Había, en cambio, un coste del que no éramos conscientes; o al menos no con la gravedad que después ha demostrado tener. Me refiero al coste económico de que todos los habitantes de un país cambiaran simultáneamente de moneda.

Cuando se nos vendían las excelencias del euro, uno de los argumentos utilizados más gráfico era el del viajero que, yendo de un lugar a otro de lo que pronto sería la Europa de la Unión Monetaria, perdía un porcentaje importante de su dinero al cambiar de moneda cada vez que hacía escala en uno de esos países, que en poco tiempo contarían con la bendición de tener euros en lugar de una provinciana moneda nacional.
 
Dejo al margen los aspectos paranoicos de la conducta que se supone en ese viajero, que cambia compulsivamente de moneda cada vez que llega a un nuevo país.
 
Había, en cambio, un coste del que no éramos conscientes; o al menos no con la gravedad que después ha demostrado tener. Me refiero al coste económico de que todos los habitantes de un país cambiaran simultáneamente de moneda. Una experiencia que han sufrido, sin duda, los que han tenido la desgracia de vivir hiperinflaciones, que se han corregido, finalmente, con un cambio de moneda, pero que yo, al menos, no había sido capaz de identificar como un factor adicional del coste que significa un cambio de moneda a nivel nacional; máxime cuando el índice de conversión es tan extravagante como el que nos ha tocado a los españoles (1 euro = 166,386 pts.); que nos ha forzado, entre otros sacrificios, a hacer cuentas en base seis en lugar de sobre la base decimal, la que generación tras generación hemos utilizado y que, lentamente, volveremos a usar.
 
El coste al que me refiero es la dificultad para hacer cálculos económicos, en tanto en cuanto hemos perdido parcialmente la medida para saber si un bien o servicio que compramos –o vendemos– es caro o barato; en definitiva, la pérdida temporal –aunque son más años de lo que suponíamos– de una de las funciones básicas que desempeña el dinero en una economía, el de ser medida del valor de lo que compramos o vendemos. En la vida diaria y para compras habituales, las que constituyen una parte importante de la cesta de la compra, seguimos sin poder reaccionar inmediatamente ante el cambio de precio de la mayoría de bienes y servicios. Cuesta un gran esfuerzo saber si una subida –por ejemplo– del precio del tomate de un céntimo de euro es mucho o poco y, por tanto, cómo debemos reaccionar económicamente, para distribuir de la forma más útil posible nuestros ingresos. Cuando lo que se tienen que calcular son no uno o dos precios sino diez, veinte o treinta diariamente, al final se deja de hacer la conversión a las antiguas pesetas, un nivel de referencia consolidado. Otro ejemplo: el enorme aumento del precio de la gasolina y del gasóleo apenas ha despertado quejas, porque el cálculo porcentual de cada cambio producido es difícil de hacer; excepto para los profesionales de la carretera, para los que constituye una referencia constante y que es, sin duda, uno de los precios que han interiorizado.
 
Podríamos pensar que la misma situación se le produce a cualquiera que va de viaje a otro país y que necesita hacer conversiones monetarias constantes para saber el precio de lo que compra. Es verdad. Pero hay una enorme diferencia en el comportamiento general de un país cuando los afectados no son unos pocos viajeros, sino la población entera. La moneda, hasta hace poco siempre nacional, sirve para fijar los precios de las cosas. A nivel de cada país, la población es muy consciente de cualquier cambio en el nivel de precios. El viajero, o el recién llegado, está protegido por la vigilancia –y por el sentido del valor de las cosas de todo lo que se intercambia en un país– por el conjunto de la población residente.
 
El cambio radical de moneda ha eliminado esa protección. Ahora, simplemente, la mayoría de la población se va gastando sus rentas hasta que se terminan. Pero sin saber si sus compras son las más acertadas o convenientes. Este fenómeno no se produce, o si lo hace se produce de forma atenuada, sin embargo, en el caso de los bienes que son de excepcional importancia para cada uno de nosotros: como nuestro salario o la compra de una vivienda o un automóvil. Para estos precios sí hacemos el ejercicio de conversión a las antiguas pesetas o hemos interiorizado su nivel y su variación en términos de euros.
 
A nivel de economía nacional no sabemos qué efecto ha tenido, y tiene, pero sin duda ha dado ventaja a los que venden bienes o servicios de poca cuantía unitaria, que han sido capaces de subir exageradamente sus precios sin que se haya producido ninguna reacción. Y los más perjudicados –creo que con claridad– han sido los que tienen rentas más bajas, que gastan casi todo lo que ganan en ese tipo de bienes, frente a los de rentas más altas, que invierten o compran bienes duraderos de alto valor, para los que sí se hace la conversión a una escala antigua de valor, o para los que se hace el esfuerzo de relacionarlos con precios anteriores o con las propias rentas.
 
La moneda es una institución imprescindible para poder hacer cálculo económico, como demostraron teóricamente los economistas de la escuela austriaca a principios del S. XX, cuando auguraron el fracaso del socialismo, precisamente por la imposibilidad de hacer cálculos económicos al no existir precios de mercado con ese sistema económico. El cambio radical de moneda significa una limitación para ese cálculo económico, un coste para todos los  habitantes de un país y para las decisiones de gasto a nivel nacional. Ninguno estábamos preparados. Por más que hubiéramos leído libros sobre las hiperinflaciones europeas del periodo de entreguerras o hubiéramos podido interrogar a tantos y tantos argentinos –por ejemplo– que hoy viven entre nosotros.

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