La fracasada Cumbre de Bruselas ha servido para sacar a la luz los aspectos más viciados del proceso de construcción europea. En sí misma, la Cumbre no tenía por qué ser decisiva a la hora de aprobar las perspectivas financieras 2007-2013. De hecho, las vigentes perspectivas, conocidas como Agenda 2000, no obtuvieron el visto bueno de los líderes comunitarios hasta nueve meses antes de su entrada en vigor, en la Cumbre de Berlín de marzo de 2000. Sin embargo, en esta ocasión, la reunión de jefes de Estado y de Gobierno de los países de la UE venía revestida de una importancia especial ante la necesidad de que los líderes comunitarios ofrecieran muestras de que el rechazo de Francia y Holanda a la Constitución europea tenía un simple carácter coyuntural. Pero, concluido el encuentro, lo único que ha quedado es un amargo sabor de crisis total: la UE tiene moneda única pero no sólo se muestra incapaz de seguir avanzando en el proceso de construcción europea sino que, incluso, los Estados miembros han puesto ya abiertamente en tela de juicio las bases sobre las que se sustenta dicho proyecto.
A diferencia de la Cumbre de Berlín, en la de Bruselas estaban sobre la mesa de negociaciones cuestiones clave que entonces nadie discutió. La cita ha venido marcada por el deseo claro y manifiesto de reducir los gastos de la UE en porcentaje de PIB cuando, para hacer más Europa, lo que se necesita, a priori, son más recursos, sobre todo si se tiene en cuenta que se trata de la UE ampliada a diez nuevos países que han incrementado la población comunitaria en un 28% pero han reducido su renta per cápita en un 12,5%. A la luz de estas cifras, la necesidad de profundizar en la política de cohesión económica y social de la UE, sobre todo por lo que se refiere a los nuevos Estados miembros, es evidente. Pero también lo es que ninguno de los países desarrollados de la Unión está dispuesto a pagar o a dejar de percibir ingresos, y así no se va a ninguna parte.
En la pelea comunitaria por los dineros se ha puesto en tela de juicio -¡por fin!- la política agrícola común (PAC) y su financiación. La PAC nació en 1959, con el Tratado de Roma, para paliar el déficit de producción agroalimentaria que padecían los seis países fundadores de la UE y mejorar el nivel de vida de una depauperada población rural que, por entonces, suponía prácticamente la tercera parte de la fuerza laboral de dichos Estados. Pero aquellas buenas intenciones dieron lugar a un sistema de protección de la agricultura europea caro, ineficiente, generador de enormes excedentes y grandes corrupciones, que crea muchos conflictos internacionales a la UE. Su reforma, como pide el Reino Unido, está más que justificada. El problema es que la PAC es, por ahora, la única política verdaderamente europea, que se financia en su integridad con fondos de la UE y que la administran las autoridades comunitarias. Por ello, su reforma exige dotar a la Unión de otras políticas europeas. En cierto modo, eso es lo que pretende la propuesta del Reino Unido quien, mirando hacia el futuro, quiere dar más peso presupuestario a las políticas de I+D, desarrollo y empleo, es decir, a la cohesión territorial y a la competitividad, y menos a la agrícola. Pero casi medio siglo de PAC ha creado tal nivel de clientelismo en los principales beneficiarios de la misma, sobre todo Francia, que su rechazo a la tan necesaria reforma es total. Y así nos encontramos en este punto con que el proceso de construcción europea se ha parado en seco porque unos quieren reformar el principal pilar sobre el que se ha sustentado y otros no quieren que se construyan los nuevos cimientos, sobre todo si es a costa de sus bolsillos. Es decir, no vamos a ninguna parte.