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EDITORIAL

La guerra del 11S

Para algunos existen causas para el terrorismo. Autores encumbrados por la cultura oficial claman que la pobreza provoca el terrorismo islámico –olvidando que Bin Laden es multimillonario–, que la “insurgencia” iraquí lucha contra la ocupación –pese a que la mayoría de sus objetivos sean los propios iraquíes– o que la cerrazón del Gobierno español es la razón de la persistencia de ETA. Pero la única causa del terrorismo es una ideología fanática, una ideología –islamismo, nacionalismo, marxismo– que permita diferenciar entre nosotros –la umma, los vascos, el proletariado– y ellos –los infieles, los españoles, los burgueses–, de modo que aquellos que nos son ajenos sean algo menos que humanos, seres perfecta y justamente sacrificables.
 
Por eso, cuando uno de esos fanatismos pasa a la lucha armada, a la guerra, la única opción es derrotarlo o ser derrotado. El 11 de septiembre de 2001, el totalitarismo islámico declaró la guerra, no a Estados Unidos, sino a toda una civilización; la nuestra. Hoy no ha sido Gran Bretaña ni la política de Blair la atacada, sino Occidente. En la mente del terrorista islámico, no hay diferencia entre Zapatero y Bush, entre alianza de civilizaciones y eje del mal; son ambos infieles y deben morir. Como todos y cada uno de nosotros.
 
Muchos en nuestra civilización pretenden simular que no estamos en guerra; unos lo hacen por miedo a las consecuencias inevitables que derivan de esa certeza pero otros porque, en realidad, no aprecian el mundo en el que viven y lo quieren ver destruido. Su horizonte era el gulag y su método para alcanzarlo minar nuestras convicciones y nuestra resolución. En Vietnam lograron su mayor éxito y gracias a Reagan cosecharon la mayor de las derrotas. Hoy, desaparecida su utopía, tan sólo les une su deseo de que Occidente siga el mismo camino que Lenin. La derrota del terrorismo islámico depende de la de su quinta columna, pero también de que los pueblos de Occidente cobren conciencia, al fin, de que ésta no es una lucha que podamos evitar, porque no somos nosotros los agresores.
 
Ante una situación como ésta, cobran su verdadero significado propuestas como la pomposa alianza de civilizaciones, que no suponen más que una burla a las víctimas de Nueva York, Bali, Madrid y Londres y un intento bastante patético de convencernos de que el blanco es negro y, el negro, blanco. “Cuando ellos intenten cambiar nuestro país o nuestro modo de vida a través de estos métodos, nosotros no cambiaremos”, ha declarado Blair ante la carnicería ejecutada en Londres. Ese es el único mensaje que los tiranos de Oriente Medio deben recibir de la única civilización con la que debemos aliarnos. La civilización de la democracia y la libertad. La de Bush, Howard y Blair.

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