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Juan Carlos Girauta

Derecho a la seguridad

De ahora en adelante, invóquese el principio de reciprocidad para detener cualquier nueva instalación financiada por Arabia Saudí, por ejemplo, hasta que no se respete allí la libertad religiosa.

El problema de recurrir a la dicotomía libertad-seguridad cada vez que un atentado masivo viste de luto a Occidente es que propicia análisis estériles. Con pasmo leí en la prensa española a un supuesto especialista en terrorismo que, aferrado a la cantinela, no exponía ni una sola idea. Se abusa de la obviedad y se acaba no proponiendo política operativa alguna. Quedan, eso sí, letanías claudicantes y autoinculpatorias, mares de injusticia, ciego egoísmo capitalista.
 
Antes de armar lánguidos análisis que serán olvidados en un minuto, antes de publicar bienintencionadas y fútiles reflexiones a modo de redacción de la ESO, valdría la pena desbrozar estudios y columnas, no vaya a ser que bajo lo secundario no quede nada útil para la comunidad, que todo sea secundario. ¿Conlleva un recorte de libertades cualquier refuerzo de la seguridad? ¿De dónde ha salido esa idea? Los terroristas estarán encantados ante las infinitas trabas que el mundo libre se pone a sí mismo a la hora de prevenir, perseguir y castigar sus atentados. Es posible que el dichoso debate tenga algún sentido una vez nuestros gobiernos agoten todos los recursos democráticos contra el terror, contra quienes lo alientan, lo desencadenan y lo justifican. Pero aún estamos muy lejos de ahí. Mientras, la dicotomía sólo ilustra nuestro desarme moral y material.
 
¿Cómo seguir reforzando la seguridad sin menoscabar los derechos y libertades, consagrados constitucionalmente, de expresión, de asociación, a la vida y a la integridad física, la libertad ideológica y religiosa, los límites a la detención preventiva, la inviolabilidad del domicilio, el secreto de las comunicaciones? En primer lugar, recordando que en el mismo artículo 17.1 CE donde se consagra el derecho a la libertad, se hace lo mismo con el derecho a la seguridad. En la misma frase del mismo artículo. En segundo lugar, superando la inercia que nos impide exigir una mayor dotación de recursos para las políticas de seguridad que ya existen, y que son indubitadamente democráticas.
 
En España hay, según Casimiro García Abadillo, 600 mezquitas, la mitad de ellas ilegales, y un millar de radicales islamistas. Ciérrense las ilegales y, de ahora en adelante, invóquese el principio de reciprocidad para detener cualquier nueva instalación financiada por Arabia Saudí, por ejemplo, hasta que no se respete allí la libertad religiosa.
 
Además de legal, es urgente multiplicar los medios humanos y materiales de las Fuerzas de Seguridad. Los recursos con que cuenta la policía madrileña para hacer frente a las tramas islámicas son ridículos. Se precisa más especialistas en islamismo, en redes y en informática. Y más colaboradores árabes, a ser posible de los que no liberan teléfonos móviles. Los especialistas en contraterrorismo piden cosas que sólo dependen del presupuesto. Hay que escucharlos y dejarse de zarandajas a vuelapluma. La primera obligación del Estado es proteger nuestra seguridad. Tenemos derecho a ella. No me hago muchas ilusiones cuando el presidente del gobierno se muestra tan comprensivo con las causas del terror.

En España

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