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Pablo Kleinman

Terroristas, gente común y corriente

Sus padres vinieron a nuestros países en busca de oportunidades, de trabajo y de libertad. Ellos se criaron entre nosotros pero ahora nos rechazan y desprecian. Algunos, como los que atentaron en Londres, nos quisieran destruir

Tony Blair dijo estar conmocionado porque los suicidas del atentado en Londres el 7 de julio son ciudadanos británicos. Es un comentario ingenuo y poco honesto. El Reino Unido, al igual que Francia y muchos otros países de la Unión Europea, está lleno de ciudadanos, en su mayoría hijos o nietos de inmigrantes, que por razones socioculturales sienten un profundo rechazo por su país.
 
A pesar de la reticencia de políticos e intelectuales europeos a hablar del asunto, la realidad es que una proporción significativa de los musulmanes se ha integrado muy pobremente a la sociedad. En Francia, los ciudadanos musulmanes representan entre 5% y 10% de la población, pero constituyen cerca de 75% de la población carcelaria y una estadía en una cárcel francesa puede ser tan útil para los que reclutan y aleccionan terroristas como una temporada en un campo de entrenamiento de Al Qaeda. La mitad de los jóvenes musulmanes en Francia no trabaja ni estudia. Recientemente, una manifestación de estudiantes en París fue atacada y asaltada por hordas de jóvenes de origen africano y árabe. Según el testimonio de algunos al diario Le Monde, su objetivo era darle su merecido a los franceses (como si ellos no lo fueran, ya que utilizan el término “franceses” como sinónimo de “blancos” o “católicos”).
 
Lo sorprendente es que parece haber una gran diferencia entre la actitud de muchos hijos de inmigrantes y la de sus padres. Los inmigrantes llegaron a Europa en busca de oportunidad y trabajo y se esforzaron por prosperar. Sus hijos, en cambio, se sienten discriminados y rechazados, por lo que se rebelan “convirtiéndose” al Islam más extremo. Esto no lo explica todo, ya que los asesinos de Londres, al igual que muchos miembros de Al Qaeda, no provienen de las cárceles ni de los guetos europeos sino de escuelas prestigiosas y barrios de clase media.
 
Durante el otoño de 2002, mientras terminaba mis estudios en London Business School, solía frecuentar la zona de Edgware Road, predominantemente árabe y escena de uno de los recientes atentados. Un domingo decidí entrar en uno de los cafés árabes para tomar té dulce y fumar tabaco libanés mientras terminaba de escribir un ensayo. La atmósfera era muy placentera y me sentí como si estuviera en un microcosmos de El Cairo subtropical, en medio de la fría Londres.
 
No tuve oportunidad de escribir, ya que a los pocos minutos un grupo de jóvenes universitarios sentados en la mesa de al lado me comenzó a hablar. Todos ellos habían nacido en Londres, aunque sus padres eran todos inmigrantes árabes. Hablamos de los estudios, de política, de mis viajes al Medio Oriente. Ninguno de ellos había estado en Nueva York, pero les parecía un sitio fascinante.
 
Pero nada pareció fascinarles más que cuando les dije que soy judío. Su reacción fue de incredulidad. Inmediatamente, tres de ellos se pasaron a mi mesa y la conversación se volvió más política, pero curiosamente, también más íntima. Uno de ellos, Nabil, de origen libanés, me mostró una foto de su esposa, con la cabeza cubierta. Me llamó la atención porque él estaba vestido con vaqueros y camiseta de fútbol. Me contó que su mujer, de 23 años como él, utiliza guantes cuando sale porque “las manos [son] algo muy delicado que sólo debía ser visto por el marido”. Ella también nació en Londres y pertenece a una familia de clase media tradicional no muy religiosa. Su consejero matrimonial era un imán. El interés de Nabil en la religión era relativamente reciente y relacionado al profundo rechazo que manifestaba hacia los británicos.
 
El sentimiento antibritánico era unánime entre mis interlocutores aquella tarde, a pesar de haber nacido y vivido toda su vida en Londres, de haber estudiado allí y de haber visitado el mundo árabe sólo de vacaciones. Todos afirmaron recibir sus noticias de Al Manar, el canal de televisión vía satélite del Hezbolá que emite contenidos profundamente antioccidentales y antisemitas, porque “Al Yazira es propaganda sionista”. A mi me trataron con total amabilidad y cuando nos íbamos, no me dejaron pagar la cuenta y se despidieron muy cordialmente. Durante nuestra conversación, siempre midieron sus palabras para evitar ofenderme. Para ello centraban su atención en la figura de Bush como símbolo de todo lo que odian de los Estados Unidos; de Israel casi no hablaron, aunque uno de ellos había estado de visita.
 
Me olvidé de este episodio hasta el año siguiente, cuando leyendo el libro “¿Quién mató a Daniel Pearl?” del filósofo francés Bernard-Henri Lévy, me llamó la atención la similitud entre la persona de Omar Sheikh, el presunto asesino del periodista del Wall Street Journal y la de Nabil y sus amigos. Omar Sheikh también nació en Londres, en 1973. También musulmán aunque no era de origen árabe sino paquistaní, de clase media, estudiante del London School of Economics, su hermana se graduó de Oxford y su hermano de Cambridge. Omar, como Nabil, hijo de prósperos inmigrantes, producto de lo mejor de la educación británica, pero desarrolló una violenta aversión hacia el medio en el que se crió.
 
Lo más notable acerca de los terroristas suicidas de Londres es que son sujetos comunes y corrientes, estudiantes, graduados y hasta un maestro de escuela y padre de un bebé de ocho meses. Como ellos hay decenas de miles en el Reino Unido y cientos de miles en todo Occidente. Sus padres vinieron a nuestros países en busca de oportunidades, de trabajo y de libertad. Ellos se criaron entre nosotros pero ahora nos rechazan y desprecian. Algunos, como los que atentaron en Londres, nos quisieran destruir. La pregunta del millón es: ¿qué podemos hacer para protegernos?

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