Primero, se mete un barco petrolero en las aguas internacionales próximas a la costa gallega, viene una racha de mala mar y en segundos… ¡plaf! Ya nos tenías allí a todos nosotros organizando la campaña de manipulación política de un accidente más demagógica, inmoral y vergonzosa que se haya visto jamás. Al extremo de que nuestra tropa incluso montaría un homenaje público, con cena de honor y todo, al capitán Mangouras, aquel empleado de la naviera de los mafiosos rusos que trajo la catástrofe.
Después, se aproxima un avión de transporte militar a un aeropuerto turco, viene una racha de niebla cerrada y en segundos… ¡plaf! Ahí estábamos de nuevo, raudos a desbordar otra vez los límites éticos de la acción política, esos que no había traspasado nunca ningún Gobierno español en la historia de la Humanidad, como diría mi cuate. Al punto de que usaríamos la desgracia para provocar que un adversario político fuese insultado, vejado y agredido en el interior del mismísimo Parlamento de la Nación.
Mucho antes de todo eso, se le estropean los frenos a una locomotora de tren, viene el descarrilamiento y en unos segundos… ¡plaf! Oye, que se me ocurría al instante otra bajeza genial. Y allí me plantaba corriendo, a repartir martillazos en el aire con los dos brazos como un poseído. Mira, tú, aquella vez atribuí el fallo mecánico nada menos que al principio hacendístico del déficit cero que inspiraba la política económica del PP. Así, con dos. Como te lo cuento, y sin ponerme ni un poquitín colorado al soltar aquellas sandeces ante los periodistas y la gente. Sin embargo, lo del otro día fue completamente distinto… Se metieron en una zona de riesgo, viene una racha de viento y en segundos… ¡plaf!