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Armando Añel

Elogio de la intolerancia

Urge que Occidente comience a ejercer una presión fría, aguda, quirúrgicamente intolerante –como el bisturí del cirujano–, sobre su principal enemigo interno, esto es, el islamismo integrista.

El fenómeno del terrorista inmigrante de segunda generación, crecientemente debatido en los medios de prensa tras los atentados de Londres y el asesinato del cineasta Theo Van Gogh en Amsterdam, coloca al mundo civilizado –en particular a Europa– ante autopistas paralelas, puestas a converger en la disolución de una amenaza ya convertida en realidad. Ya no sólo se trata de exportar la libertad preventivamente, más allá de las fronteras nacionales, sino de combatir la impunidad de un enemigo interno aupado por la permisividad disfrazada de multiculturalismo que ciega a Europa y, en general, a Occidente. A nivel práctico, la interrogante es cómo frenar la expansión del fundamentalismo islámico en el seno de las sociedades abiertas.
 
Para empezar, abandonar el corsé de lo políticamente correcto en función de montar una estrategia de tolerancia cero frente a la intolerancia integrista, podría resultar eficaz. El fundamentalismo islámico se expande desde la negación y/o disolución del concepto de defensa de los derechos y libertades individuales sobre el que se erige el Occidente moderno, y a partir de la asimilación de esta variable deberían estructurarse las políticas antiterroristas. Intolerancia para con la intolerancia: la Unión Europea debe entender de una vez por todas que su política del avestruz conduce a los atentados del 7-J y el 11-M. El Islam radical está de fiesta en la Europa del multiculturalismo miope, una Europa incapaz de reaccionar a la deriva integrista que paulatinamente permea sus estamentos más recónditos.
 
Sería de risa si no fuera tan ofensivo, en pleno siglo XXI y en el corazón de Europa, el espectáculo de mujeres en chador –en ciudades como Birmingham, incluso en burka– desfilando como borregos tras el pastor barbudo con el que, supuestamente, han contraído matrimonio. Un escenario en conexión con el concepto de multiculturalidad defendido en numerosas universidades europeas y norteamericanas. Según la Doctora Yolanda Aixelá, por ejemplo, los europeos deberían preguntarse si les interesa saber que muchas mujeres musulmanas usan el velo por decisión propia. En esta cuerda, el velo no sólo sería “símbolo de encierro, sino también de liberación, dado que con su uso estas mujeres consiguen introducirse en el espacio público con el acuerdo familiar”, asegura la investigadora de la Universidad de Alicante.
 
Es decir, que un derecho tan básico como el de integrar el espacio público estaría determinado, para una mujer musulmana, por la decisión de su marido de permitirle, o no, irse de compras, de permitirle, o no, usar esta o aquella indumentaria para irse de compras. Es decir, que el uso voluntario, o no, de esta o aquella indumentaria sería decisivo a la hora de determinar su viabilidad en términos legales y de convivencia civilizada, tanto como podría serlo pasearse voluntariamente en calzones o voluntariamente defecar en público.
 
Si el nudismo integral es prohibido en Occidente como una forma de agresión moral, no se entiende por qué no se aplica el mismo rasero al enmascaramiento integral –esto es, al uso del velo islámico–, sobre todo cuando se presenta como una forma de agresión públicamente explícita a la dignidad de la mujer y un agravio a las reglas de convivencia de las sociedades abiertas. Más que prohibir una costumbre o una vestimenta, se trata de ilegalizar una práctica fanática que se solaza en la discriminación de género y ocasionalmente convierte a la víctima en cómplice voluntaria de su victimario; se trata de implementar una pedagogía de los hechos desde la que estructurar la batida del fundamentalismo allí donde echa raíces. Por una cuestión elemental de coherencia, el Islam en Europa y Norteamérica debería comenzar a combatir –además de denunciar– a sus representantes más radicales, renunciando a aquellos de sus hábitos que se hayan revelado incompatibles con la legalidad o los usos occidentales.
 
Si aspira a convivir con –a habitar en– Occidente, es hora de que el fundamentalista musulmán se integre en Occidente, y a ello las autoridades occidentales deberían propender más enérgicamente. Occidente, punto de confluencia de la inmigración islámica, es lo que es y tiene lo que tiene gracias al Imperio de la Ley y el Estado de Derecho: si para algunos sectores inmigrantes constituye una prioridad la consecución de un Islam supranacional, integral y coactivo en sus países de acogida, muy probablemente convendría que regresaran por donde vinieron, ellos, sus padres o sus abuelos. Seguramente en sus países de origen lo tendrían más fácil.
 
Urge que Occidente comience a ejercer una presión fría, aguda, quirúrgicamente intolerante –como el bisturí del cirujano–, sobre su principal enemigo interno, esto es, el islamismo integrista. Se trata de cortar por lo sano. Es cuestión de vida o muerte.

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