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El túnel constitucional

La Constitución debe abrir una salida al túnel sin volar las esperanzas de liberación de los tradicionalmente oprimidos. Pocas veces se le habrá pedido tanto a una Constitución

Una buena constitución es una gran cosa. Da estabilidad, predictibilidad y sobre todo legitimidad al juego político. Lo que la hace buena es en primer lugar la aceptación general, sinónimo de legitimidad, y sólo en segundo lugar sus cualidades técnicas como instrumento jurídico. Para conseguir lo primero no debe hacer las delicias de nadie, tiene que ser un compromiso en el que todos sacrifiquen algo. Las grandes constituciones, la americana, la no escrita británica, son las que parten de un abanico de opiniones no excesivamente abierto, de un suelo de acuerdo generalizado sobre valores básicos.
 
Cuando éstos se enfrentan a muerte, apañados estamos. ¿Dónde puede hallarse el compromiso? La única esperanza es que al menos el ansia de paz o el horror a la violencia desenfrenada predominen sobre la adhesión a principios antagónicos y que por conseguir la primera o evitar la segunda estén las partes dispuestas a traicionar parcialmente aquellos. Un equilibrio de traiciones puede llegar a compromiso, pero siempre amenazado de precariedad hasta que no se convierta en valor por sí mismo.
 
En lo que a antagonismos irreconciliables se refiere, Irak es el caso. En cuanto a concesiones mutuas in extremis, la cosa está por ver. De momento kurdos y chiíes árabes han llegado a un acuerdo entre ellos que proclaman límite. Cada bando dice haber llegado al tope. Más allá incurrirían en flagrante traición a sus principios y las masas se volverían contra sus representantes. Con ese tope los árabes suníes dicen no tener ni para empezar. Su puesta es una amenaza de guerra civil. Eso si que es jugar fuerte. Pero ¿cambia realmente las cosas?
 
¿No es guerra civil acaso lo que lleva ocurriendo en Irak desde que terminaron las operaciones militares clásicas? Los restos del sadamismo y los yihadistas suicidas internacionales son suníes que se han dedicado sistemáticamente a sembrar muerte entre los chiíes, con algún ataque esporádico de los guerrasanteros en territorio kurdo. La diferencia está en que las guerras enfrentan a dos bandos y hasta ahora los agredidos apenas han replicado, dejando el trabajo duro en manos de las tropas extranjeras.
 
Lo no sucedido es una de las cosas verdaderamente extraordinarias de la tragedia iraquí. A pesar de todos los pesares en Irak no ha habido una guerra civil en sentido estricto. Parece que la situación no pueda ser peor, pero puede y mucho. Si algún programa tienen ambas ramas de la insurgencia es provocar el enfrentamiento intercomunitario. La pasividad chií es absolutamente excepcional por varios motivos. Es el mérito de un hombre, el gran ayatolá Alí Al Sistani que ejerce una influencia sobre su feligresía casi ilimitada. No es sólo es una sorprendente contención ante la masacre de cada día sino también represión de un anhelo de venganza que creeríamos irrefrenable, debido a los mares de sangre que derramaron entre ellos cuando servían a Sadam los mismos que ahora los atacan ejerciendo de insurgentes.
 
Esa contención tenía un objetivo inmediato, evitar la guerra civil, y otro a un plazo un poco más largo, el poder de la mayoría, su poder. El plazo está a punto de cumplirse. Desde la formación del actual gobierno transitorio, meses después de las elecciones del 30 de Enero, ya tienen muchos ministerios en sus manos, pero todavía necesitan la Constitución para consolidar su dominio. La paciencia se está acabando. Siguen siendo masacrados y las venganzas ya han comenzado a aparecer, lo que no hace más que incrementar la intransigencia de los árabes suníes, cuyo trauma psicológico no es menor que el de sus hermanos étnicos y rivales religiosos. No porque, como aquellos y los kurdos, tengan a sus espaldas un historial de padecimiento de opresión y humillaciones sino porque las ven llegar a marchas forzadas. Se sienten en el interior de un túnel sin salida, acosados desde atrás por los sanguinarios radicales de su propio campo. Parecen dispuestos a dinamitarlo todo, aunque sean los primeros en saltar.
 
La Constitución debe abrir una salida al túnel sin volar las esperanzas de liberación de los tradicionalmente oprimidos. Pocas veces se le habrá pedido tanto a una Constitución.

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