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Federico Jiménez Losantos

El año de la verdad para Rajoy

Mariano Rajoy, que probablemente sería feliz administrando silencios brumosos y propinando elocuentes palizas parlamentarias, hasta ganar la Moncloa a los puntos, afronta, en este curso político que empieza, la hora de la verdad

Nunca un gobierno tan malo cosechó tantos desastres en un solo verano. Salvo la hecatombe sanitaria de la colza ucedea (no sé si todavía gobernaba los informativos de la derecha neofranquista y atroz Iñaki Gabilondo) y la hecatombe estética del meyba de Felipe en el Azor, con Cuca Solana coronada como Lady España al fondo, (creo que volvían a mandar los socialistas en RTVE, con el dizque masón Calviño al frente) no es fácil encontrar en la moderna historia de España una sucesión de catástrofes como la concitada por Zapatero en mes y medio, desde Afganistán a Guadalajara. La diferencia es que los telediarios de UCD, con o sin Iñaki, abrían todos los días con el muerto de la colza, y en los telediarios del PSOE, Guadalajara es sólo una ciudad de México cuyo equipo de fútbol es conocido como “Las Chivas rayadas”. Y claro, no sale en TVE.
 
Pero es que este verano de los desastres zapaterinos, tampoco ha sido el de la conversión de la derecha española al estajanovismo, o sea, a la oposición a destajo. Visto desde el extranjero, que en Internet es como verlo en Madrid, era imposible de entender que el perseguidor de Trillo, el implacable fiscal forense del Yak42, es decir, José Bono, recibiera las condolencias formales y el respaldo político tácito del PP tras producirse la muerte, no sabemos cómo ni porqué, de una docena de militares españoles que, armados hasta los dientes, participaban en una supuesta "misión de paz". Para más atroz paralelismo, la única preocupación del Gobierno, que consistía en que las familias dieran por suyos los restos que se enterraban y no repetir el grotesco sainete del Yak42 promovido por el PSOE y unos cuantos familiares, se vio trágicamente desmentida por la aparición de nuevos restos humanos en el área del accidente apenas inhumados los cadáveres. Identificados como los del Yak, incompletos y probablemente confundidos, también como aquellos, a estos los han dejado descansar en paz, como tiene que ser. Lo que no se entiende es que la oposición haya dejado descansar políticamente en paz a un  ministro de Defensa que dice que "prefiere morir a matar". Que se lo pregunten a Trillo.
 
Que, a diferencia de la tragedia de Guadalajara, en el accidente de Afganistán pueda decirse que la Oposición brilló por su ausencia, es decir, por su complacencia, no es casualidad. Corresponde a las dos caras de la derecha democrática española, a su curiosa manera de hacer y no hacer política, a esa hemiplejia que le lleva a tratar con el rigor necesario ciertos asuntos graves mientras se abandona a una muelle oficiosidad institucional en otros que requieren su "sentido del Estado", es decir, su emasculación política. Es evidente que en la Policía, la Guardia Civil, el CESID y otros estamentos militares el sectarismo socialista es tan feroz que no ha vacilado en ponerse al servicio de esa forma de golpismo posmoderno que el PRISOE inauguró entre el 11 y el 14M. Un golpismo tan distinto del casposo del 23F que explica, entre otras cosas, la distinta reacción de Iñaki Gabilondo, harto más valeroso frente a Tejero (en la hora del adiós es justo recordar su mejor hora) que frente a los terroristas suicidas de Al Qaeda que, como casi todo, incluyendo el intento del PP de que no hubiera elecciones, se inventó la SER.
 
Rajoy, tan distinto y tan distante de Fraga como Leopoldo de Suárez, pero que, como él, posee también una personalidad estructural y casi geológicamente de derechas, padece el clásico estrabismo cívico-militar que tiende a perdonar en un uniforme todo lo que jamás toleraría de paisano. Si al uniforme le ponemos detrás la bandera nacional a media asta, entonces, el político español de derechas se enternece hasta la licuefacción. Y, sin embargo, es muy probable que los muertos de ese helicóptero "Cougar" que volaba en misión de paz pero curiosamente armado y artillado hasta las hélices, lo hayan sido —políticamente hablando— por culpa de un Gobierno que está forzando en Afganistán la participación militar española para así camuflar su deserción de Irak. Así que, en vez de tanto y tan pomposo "sentido institucional", los ciudadanos echamos en falta ese sencillo patriotismo que consiste en buscar la verdad de los hechos y, después, en lograr que coincida con los valores que deben presidir la vida nacional. El primero, insisto, el respeto a la verdad. Pero diríase que a ciertas verdades escondidas bajo el uniforme o las medallas, el PP les tiene menos respeto que a las medallas y el uniforme. Mala costumbre para un partido como el PP, que, en la mejor estela canovista restaurada por Aznar, dice creer en la supremacía del poder civil por encima de todos los poderes fácticos, con uniforme o tras él. Dice. Claro que también dice que hay un Poder Fáctico Fácilmente Reconocible capaz de cambiar un resultado electoral y no se atreve a decir cómo se llama. O sea, que hay mucha diferencia entre lo que dice y lo que calla.
 
Mariano Rajoy, que probablemente sería feliz administrando silencios brumosos y propinando elocuentes palizas parlamentarias, hasta ganar la Moncloa a los puntos, afronta, en este curso político que empieza, la hora de la verdad. De su verdad como líder de la Derecha española, se entiende. Que pasa por ser el líder del Partido Popular, y esto, me temo, se entiende bastante menos. A veces, parece que ni lo entiende Rajoy.
 
Esa impresión no se traduce en el Parlamento, donde Rajoy se ha consagrado como el mejor orador de la democracia y donde el grupo parlamentario del PP combate en solitario todas las fechorías legales del zapaterismo y sus aliados, que son infinitas. En cambio, los poderes territoriales o autonómicos en manos del PP parecen actuar cada uno por su cuenta, sin criterios comunes previamente acordados y vigilados desde la calle Génova. Si en Galicia la sucesión de Fraga —cuya irresolución seguramente le ha costado las elecciones al PP— parece encaminarse hacia una fórmula tardorromana más que visigótica, pero siempre entre nieblas, tampoco hay en Valencia claridad para explicar a los ciudadanos la necesidad de un estatuto que, si naufraga el innecesario de Cataluña, los propios socialistas valencianos se encargarán de echar a pique. Los retos y desdenes de Piqué contra Acebes y Zaplana, que en un partido serio le hubieran costado el despido, han sido afrontados por Rajoy de forma dudosamente ecuménica: abrazando a los unos y palmoteando al otro. Nunca un concilio ha sido Papa.
 
Pero el colmo del liderazgo entendido como caos es la forma en que el votante o militante del PP ve, en veraniegas imágenes de prensa o televisión, las consecuencias de la fracasada operación de Gallardón para impedir que Esperanza Aguirre presidiera el PP de Madrid y cercar el sillón de Rajoy. Si uno estuviera dispuesto a creer eso que ve, diría que Don Mariano, monarca demediado, se siente más a gusto con Vellido Dolfos que con el Cid. Con la curiosidad añadida de que ni el uno puede esconder su cuchillo ni el otro, es decir, la otra, envaina su espada. Incluso muerto, el Cid seguía defendiendo Valencia, ¿pero quién recuerda a aquel Vellido Dolfos, hijo de Dolfos Vellido? Después de Santa Gadea, ni siquiera el Cantar de Mío Cid. Otra hubiera sido la historia si el Cantar fuera de Mío Vellido. Pero aún no la reescribía Cebrián y la historia es la que es. Rajoy tiene buenos vasallos; los mejores. Pero en este año político decisivo no les puede fallar como señor. En la España menguada de Zapatero, en esta Polanconia fosca que se nos viene encima, los vasallos ya no serán lo que eran. Ni siquiera sabemos cuántos son. 

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