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Renegando de sí mismo

No hay dudas sobre la posición del Presidente Bush ni sobre la firmeza de la estrategia norteamericana, pero no podemos dejar de reconocer las importantes vulnerabilidades de la sociedad norteamericana

Los destrozos ocasionados por el huracán Katrina, y el consiguiente debate sobre el comportamiento de las distintas administraciones y la eficacia de los planes de emergencia, han sepultado la tensión política previa, caracterizada por la preparación de las distintas campañas electoras en curso y el disminuido liderazgo de George W. Bush. Puede parecer historia, pero es una historia muy ilustrativa sobre los mecanismos que rigen esa gran potencia y, especialmente, sobre los límites de su acción exterior.

Los candidatos republicanos habían comenzado a mostrar seria preocupación por el cansancio de los votantes ante la presencia norteamericana en Irak. El compromiso, adquirido y repetido en numerosas ocasiones por Bush, de que Estados Unidos estará en Irak todo el tiempo necesario para establecer un régimen democrático y estable, empezaba a no ser entendido por una mayoría de los ciudadanos. Por consiguiente, el Partido Republicano debía comenzar a actuar considerando que el Presidente era parte del pasado, ya que no puede volver a presentarse, reducir la presencia en Irak y centrar el mensaje en lo que realmente interesa al norteamericano medio, temas de política interior, valores y bajada de impuestos.

¿Hay razones objetivas para este cambio de posición? Estados Unidos, junto con algunos aliados, invadió y ocupó Irak, un país con más de veinte millones de habitantes y unas Fuerzas Armadas compuestas por cuatrocientos mil hombres. Tras la victoria militar se encontró con la emergencia de un frente, compuesto por los restos del baasismo sunita y la llegada de núcleos islamistas, que conjunta o separadamente han venido desarrollando acciones guerrilleras o terroristas hasta hoy día. Estados Unidos ha sido capaz de enfrentarse a estos obstáculos con una fuerza mínima y con un número de bajas mortales que no llega a la cifra de dos mil. Pocas veces en la Historia podemos encontrar ejemplos de actuaciones más exitosas y con menor coste. Es evidente que la situación política es todavía inestable. Pero es que no han pasado ni tres años desde la caída de Bagdad y poner en pié un régimen constitucional sobre las ruinas de un país inventado hace unas pocas décadas por el Reino Unido y la comunidad internacional, con diversidad de pueblos y un pasado de luchas civiles, no es fácil. Sin duda costará todavía mucho estabilizar la situación, pero de este hecho no se puede derivar que la intervención haya sido un fracaso, ni mucho menos que haya llegado el momento de volver a casa.

Para entender lo que está ocurriendo tenemos que centrarnos en la propia sociedad norteamericana, su historia y sus valores. Se trata de una ex-colonia que recoge en sus textos fundacionales la idea de que la felicidad pasa por aislarse de un mundo caótico y tratar de edificar un estado sobre los valores de la democracia, firmemente asentados en el cristianismo protestante. Viven en la contradicción entre la voluntad de aislarse y la necesidad estratégica de defender sus intereses en cualquier parte del planeta. Sufren una tensión esquizofrénica entre su identidad original y su realidad actual. No consiguen resolver el problema que les genera el haber sido colonia y ser hoy la potencia hegemónica.

El régimen político norteamericano está diseñado para renovarse continuamente, mediante elecciones parciales. Cada dos años una parte importante de la clase política tiene que pasar por las urnas, lo que afecta decisivamente la formación de mayorías en el Capitolio y, por consiguiente, el margen de maniobra del Presidente. Cuando el uso de la fuerza se emplea sin que haya habido un ataque previo contra territorio de soberanía norteamericano, como es el caso de la Guerra en Irak, es necesario demostrar claramente qué razones superiores pueden justificar tal acción. Pero no basta con hacerlo una vez. Esa sucesión de elecciones obliga a ambas partes a un constante y agotador ejercicio de convencimiento. Del mismo modo, el conjunto de la estrategia militar queda expuesto a los continuos vaivenes de la actividad electoral y de los difíciles equilibrios en el Capitolio.

A lo largo de la Historia hemos visto como unos imperios sucedían a otros, pero lo que nunca habíamos conocido es una democracia que accediese a la condición de potencia hegemónica. Resulta evidente que la gestión de estrategias globales requiere de claridad de objetivos, amplia aceptación y constancia. Una estrategia no se rediseña cada poco tiempo. Si se cae en esa tentación el estado queda preso de la táctica, el camino más seguro para agotarse en un tiempo breve. La democracia no es el mejor mecanismo de toma de decisión para gestionar imperios, pero una democracia que acude a las urnas cada dos años, como es el caso de Estados Unidos, está mucho más expuesta a la tentación táctica.

Los enemigos de la democracia sacaron provechosas lecciones de la Guerra de Vietnam y de los sucesos de Líbano y Somalia. Los Estados Unidos no fueron capaces de salir bien parados de ninguno de estos tres casos por los efectos que produjeron en el electorado. La conclusión era obvia: si había que enfrentarse a la democracia norteamericana la estrategia debía focalizarse sobre ese electorado capaz de bloquear la capacidad de acción de la potencia hegemónica. Si los estadounidenses querían actuaciones limpias con resultados inmediatos, lo que había que hacer era impedir ambos objetivos, planteando acciones terroristas en conflictos de desgaste. Sólo así se podía ganar a Estados Unidos.

Las dudas republicanas y la insensatez demócrata alimentan las esperanzas de los islamistas y cargan de munición la propaganda política. El Islam contempla atónito como el gigante se tambalea cuando apenas si ha sufrido dos mil bajas y ganan crédito los que apuestan por el radicalismo. Los islamistas confían en que una retirada inminente de tropas en Irak debilite a los partidos constitucionalistas y poder así desestabilizar definitivamente un régimen político que de triunfar supondría una catástrofe para sus aspiraciones reaccionarias.

No hay dudas sobre la posición del Presidente Bush ni sobre la firmeza de la estrategia norteamericana, pero no podemos dejar de reconocer las importantes vulnerabilidades de la sociedad norteamericana. En siglos no ha habido un imperio menos preparado para asumir su destino que Estados Unidos.

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