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Jorge Vilches

El cuento catalán

El cuento del nacionalismo catalán, y el de otros nacionalistas, se ha convertido en la doctrina oficial. Es ese discurso que marca esta vida política hinchada artificialmente de “anormalidades” e “injusticias históricas”

Uno de los problemas de cuestionar los fundamentos y reclamaciones de un nacionalismo étnico es la acusación, inexorable y formularia, que siempre cae encima del osado autor. La imputación es que ese escritor se trata, sin duda, de un instrumento del nacionalismo del Estado opresor. Después le atizan con el análisis psicológico: “no comprende la problemática porque no es de aquí, no es de los nuestros”. Además, hay otra objeción. Hablo del catálogo de ideas y expresiones de lo políticamente correcto. Salirse del paradigma oficial es arriesgarse a escuchar referencias a un dictador contra el que todo el mundo luchó, pero que murió en la cama. O coplas sobre soledades y autoritarismos.
 
Y muchos escritores y periodistas reproducen expresiones como “normalización”, “pacificación”, “presos vascos”, “hecho diferencial” y otras parecidas. Se asume, cómo no, el cuento ese que comienza con la triste historia de la nación feliz que, sojuzgada y sometida, pasa las de Caín a manos de un opresor, y termina pidiendo que se le haga justicia. Pero hete aquí que, en este cuento, Caperucita ha devorado al lobo. Y, mucho peor, mientras éste le hablaba, sonriente y muy progresista, de la necesidad de dialogar y de tender puentes de convivencia.
 
El verdadero “hecho diferencial” quizá haya estado en creer el cuento, en que hay un “ellos” y un “nosotros”. Los políticos de la Transición, por no remontarnos más allá, han asumido el cuento de que España está en deuda con Cataluña, como si fueran dos entes diferenciados. El Estado español, por tanto, debía, y debe, hacer justicia a la nación catalana por la historia de opresión sufrida, y reconocer su “diferencia” con todas sus consecuencias.
 
Todo parte de un sentimiento de inferioridad de aquellos políticos. El paradigma cierto, concluyente, era que si había habido una parte de España equiparable con la Europa culta, liberal, capitalista y democrática era Cataluña. Solamente se había dado la revolución burguesa y la lucha de clases allí, que se entendía, desde esa óptica marxista que ha infectado también a la derecha, como el paso previo e imprescindible para una sociedad capitalista moderna. Era la Cataluña vista como motor económico y europeísta, y el Madrid aprovechado y tiránico. En respuesta, se podría hacer un balance de lo que el proteccionismo a la industria catalana, desde el Código de Comercio de 1829, perjudicó al desarrollo del resto de España. O de lo que ha supuesto el capital humano no catalán, desde la migración decimonónica hasta la marcha forzada del personal de la CNMV. A estas alturas, da igual.
 
El cuento del nacionalismo catalán, y el de otros nacionalistas, se ha convertido en la doctrina oficial. Es ese discurso que marca esta vida política hinchada artificialmente de “anormalidades” e “injusticias históricas”. No importa que el cuento se base en un imaginario político de cartón piedra, anacrónico y ficticio. Porque si la realidad no encaja, se rebela y planta cara, pues se cambia, se hace otra Constitución al gusto del primero que pase por un escaño. Y si no, siempre se puede compensar dándoles el control, en régimen de monopolio, de la energía eléctrica española. Lo dicho, un drama.

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