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Pablo Molina

Hollywood al rescate

Anécdotas mezquinas al margen, cabe preguntarse de dónde proviene la autoridad moral con la que los titiriteros se invisten, para decir a la humanidad cómo debe conducir sus asuntos

Por algún oscuro motivo que alguna vez nos desvelará la psiquiatría clínica, los integrantes del submundo marginal de la farándula se consideran a sí mismos los máximos representantes del «pueblo», cuando no de la humanidad o incluso de la mismísima Madre Naturaleza si les da el arrebato ecologista.
 
En España, la fagocitación de la identidad colectiva por el petardeo progre, alcanzó su mayor esplendor en aquellas exquisitas jornadas democráticas, que siguieron al mayor atentado islamista cometido en territorio europeo y dieron lugar al inesperado vuelco electoral del 14-M. También en Norteamérica, los miembros de la secta hollywoodiense se convirtieron en trujamanes de la conciencia del pueblo a efectos electorales. Pero lo que aquí se convirtió en un éxito, del que Almodóvar quizás aún se esté felicitando, en los Estados Unidos se trocó en un sonoro fracaso. El pueblo americano, a diferencia del español, hizo una pedorreta a sus mentores para votar como nunca en la historia a favor del candidato republicano, y eso es algo que el progrerío aún no ha perdonado, ni a sus compatriotas ni a Bush.
 
La cuestión se reduciría a algo tan elemental como aceptar lealmente los resultados electorales; pero la izquierda no es democrática y cuanto más millonaria más totalitaria se revela, así que desde que se inició la presente legislatura, no hay cómico americano que pierda la ocasión de culpar a Bush de todos los males que asolan la tierra, incluidos los fenómenos atmosféricos.
 
El amigo de Frodo en “El Señor de los Anillos”, al que probablemente nadie le ha explicado que el rodaje terminó hace meses, exigía el pasado domingo en un diario español el encarcelamiento inmediato de Bush. Pero la palma del festival de necrofagia progre en que se ha convertido la devastación provocada por el Katrina, se la lleva el inefable Sean Penn. El «Capitán Penn-dejo», como ya le han bautizado en alguna bitácora, decidió acudir con su flamante barco al rescate de los niños abandonados por Bush en las aguas de Nueva Orleans, y de paso dar al mundo entero un par de lecciones sobre cabotaje y filantropía. Lo que no se ha podido averiguar aún es dónde demonios pretendía Penn-dejo instalar a los niños rescatados, pues entre el fotógrafo y el equipo de relaciones públicas que llevaba consigo para inmortalizar la hazaña solidaria, en la chalupa no cabía ni un alfiler. A mayor desgracia, nuestro intrépido lobo de mar olvidó cerrar una tapa de la sentina y la nave solidaria se llenó de aguas fétidas, que bien pensado fue un final muy adecuado para la siniestra charlotada.
 
Anécdotas mezquinas al margen, cabe preguntarse de dónde proviene la autoridad moral con la que los titiriteros se invisten, para decir a la humanidad cómo debe conducir sus asuntos. Prácticamente analfabetos funcionales, sus aportaciones al progreso de la ciencia, la política o el pensamiento carecen de la más mínima relevancia y en cuanto a sus vidas privadas, es público y notorio que no son precisamente un dechado de virtud. Ahora bien, como bufones involuntarios no tienen precio, las cosas como son.

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