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Fernando R. Genovés

Conllevarse

La situación es particularmente dramática porque nos falta hoy un Ortega y no vibra tampoco en el Parlamento un Azaña

Me sumerjo estos días en la prosa elegante y clara de Ortega y Gasset —es decir, en su escritura doblemente inteligente— con el fin de comprender mejor qué es lo que nos pasa en España, o mejor, en algunas de sus partes bajas, y que no nos deja vivir ni convivir según conviene y es menester.
 
Como en 1932, en España tenemos hoy un problema, que no es tanto un vago problema catalán cuanto algo más grave y serio que subyace en el así llamado, a menudo solapándolo, a saber: la presión de aquellos catalanes nacionalistas para quienes más Cataluña significa invariablemente menos España. Nos las vemos ahora con parejo envite soberanista, aunque, lamentablemente, no dispongamos en nuestro Parlamento de un Ortega que sepa cazarlo y desplumarlo con la necesaria firmeza y brillantez. Rememoremos, pues, el célebre discurso que pronunció nuestro primer pensador en las Cortes Españolas de aquel año a propósito del Estatuto de Cataluña y, en términos más generales, sobre el ser y el estar en España.
 
La notable alocución, infortunadamente muy contemporánea, y que todavía cabe situar en la filosofía política más que en la historia de las ideas, la disertación parlamentaria en cuestión, digo, ha sido reeditada recientemente, junto a la posterior intervención de Manuel Azaña sobre la cuestión, en un volumen a cargo de José María Ridao, con sospechoso criterio publicista, todo sea dicho. El compilador e introductor busca enfrentar allí, punzantemente, más de lo necesario, al filósofo y al político, con la proterva intención de justificar y dramatizar las “dos visiones de España”, y de ofrecer, de paso, un pretexto legitimador de las premuras del actual Ejecutivo y del tripartito catalán a fin de resolver políticamente, de una vez por todas, el asunto particularista de las raíces: “como si — se apresura a sospechar Ridao, el diplomático con prisa —una interminable dictadura tras la guerra civil, y un sistema democrático con un cuarto siglo de vigencia, hubieran resultado insuficientes para hallar una solución estable, y más aún, definitiva”.
 
Es conocida la postura de Ortega. El problema de la melancolía nacionalista, característica de las pequeñas regiones aquejadas por el mal de bajura estatal, esto es, por la conciencia nacional trastornada de los perpetuamente descontentos pero con aspiraciones, no tiene, en verdad, cura. Con suerte y paciencia, sólo se puede conllevar. Consiste esto en “restar del problema total aquella porción de él que es insoluble, y venir a concordia en lo demás”. Lo incuestionable, naturalmente, es la soberanía, clave de bóveda nacional que ya en la Transición quedó constitucional y socialmente sancionada.
 
Con todo, “algunos republicanos de tiro rápido” vuelven otra vez a la carga con nueva munición. En su imaginario político, parecen recrear o reconstruir el escenario republicano de los años treinta. Aunque Azaña ha pasado a mejor vida y la guerra civil ha terminado, ellos, en su terca melancolía, no pierden la esperanza. Mas ¿qué decía, a la sazón, Azaña? Leamos: “para resolver esto, digo, no nos basta variar el sistema político, sino que tenemos que variar la política del sistema”. El primer objetivo pasa por el brusco cambio de régimen. Ayer, el 14 de Abril. Hoy… en ello están los beneficiarios del 11-M. Como siempre, sin ganar las elecciones limpiamente. El segundo objetivo persigue “el trastueque de las bases fundamentales de la organización del Estado español”.
Para los republicanos y los nacionalistas melancólicos de hogaño, el nuevo régimen instaurado identifica, como ayer, la causa particular (“lo que hasta ahora era un problema local, catalán o nacionalista”) con la “gran causa española”, según la entendía aún Azaña, no así sus presumidos herederos. El especial dramatismo del problema particularista que todavía colea reside en su resistencia a distinguir lo grande y lo pequeño, la parte y el todo. De esta guisa, no puede haber cuestión insoluble, pues para la política melancólica, todo es posible y opinable, sobre todo cuando la ocasión es propicia y el consenso, favorable.
 
Resulta entonces que el proyecto estatutario tiene que llegar a las Cortes respetando la Constitución, como sea. En el momento presente, el “señerismo” de los nuevos señores territoriales no reclama explícitamente la escisión. En la España del siglo XXI, en la era del posmodernismo, el giro lingüístico y la deconstrucción, el “apartismo” de la segunda parte demanda ahora a la primera parte un Estado Libre Asociado, una España Plural y una Nación de Naciones, si bien algunos no ignoramos lo que esto conlleva: por el norte, un plan soberanista de facto a prueba de bomba… y adiós, España; por el noreste, el programa “¡Bon dia, Espanya!”, transmitido desde Barcelona a los restos del Estado.
 
Si Cataluña no se va de España, es España la que deviene Gran Cataluña. Como sea, Cataluña “se abre”. He aquí el eterno retorno del Estatuto catalán. He aquí el proyecto estatutario: primero, Cataluña über alles; después, los Países catalanes; el control del mercado de valores, por descontado; luego, la energía; próximamente, el bilingüismo de las lenguas vernáculas en todo el ámbito nacional; más tarde, ya se verá.
 
Así, francamente, es difícil conllevarse con quienes no paran de moverse, no saben quedarse en su sitio ni en qué siglo viven. La situación es particularmente dramática porque nos falta hoy un Ortega y no vibra tampoco en el Parlamento un Azaña, ese republicano que, en 1932, decía todavía confiar en la unión de los españoles en un Estado común. Ese mismo Azaña, ay, que anunciaba ilusionado que los nacionalistas catalanes no nos traen un proyecto de nuevo Estatuto para molestar, “desde sus fronteras, creándole conflictos, sino para colaborar con el Gobierno de toda España en el mantenimiento del orden social y en el progreso del país”. ¿Será esto esperanza vana u otra expresión de melancolía?

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