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Luis Hernández Arroyo

La virtud empresarial

es peor el remedio que la enfermedad: un grupo de “jóvenes empresarios” que lo primero que les enseñan es a pedir una subvención, tema complicado, pues se puede acudir a tres o más instancias distintas

Desde siempre, según nos cuentan los historiadores, la actividad productiva se ha organizado en torno a los más emprendedores. Los emprendedores han sido siempre personas vitalistas a los que les tienta el riesgo: el riesgo de fletar, por ejemplo, una frágil embarcación para llevar mercaderías de Atenas a Tiro siglos antes de Cristo, en un azaroso viaje en el que los dioses podían desencadenar las temidas tormentas del Egeo. ¿Qué era Colón, sino un empresario visionario, que vio que podía alcanzar las más altas riquezas si lograba la concesión de un monopolio? Tenían entonces, y tienen ahora, algo de visionario, pero nada de un filósofo dubitativo que todo lo sopesa, ni de sabio, ni de brillante científico, auque algunos lo han sido. Son extraños movilizadores y organizadores de recursos, de personas y de materiales, en una aventura creativa en la que la última consideración es la ética, pues se sabe que el competidor aprovechará la más mínima debilidad para adelantarse si es que, por acaso, el la nave fletada ha sufrido retrasos que la dejan en desventaja en el mercado de destino. No es que no haya una ética empresarial: es que no se han estudiado el último manual de Platón, o de Kant (aunque el mejor amigo de Kant era un empresario-comerciante inglés que leía y opinaba sobre sus manuscritos). En fin, que no me imagino a Bill Gates, leyendo –es un decir– a Fernando Savater (nuestro más insigne profesor de ética) para saber si actúa correctamente.
 
Esto de la ética no es baladí, porque lo que es sospechoso no goza de respetabilidad. Porque a lo largo de la historia, la actividad emprendedora y la filosofía moral se han dado la espalda, y casi siempre se ha considerado al emprendedor, desde las alturas rarificadas de la intelectualidad, como un bucanero poco fiable. Casi siempre, menos cuando apareció Calvino y dio origen al determinismo y, por pura casualidad, a lo que Max Weber llamó la ética del capitalismo. La intención de éste era demostrar que Karl Marx se equivocaba, y que eran las creencias y las ideas las que determinaban el curso de la historia económica, y no al revés. Creo que es fácil comprobar quién tenía razón.
 
Esto tuvo consecuencias: hay países, pocos (uno o dos), en los que la actividad empresarial es socialmente respetable. En los demás, es considerada sencillamente deleznable en diversos grados. En Europa coinciden con ser los que expulsaron a los judíos o los exterminaron. Apenas dudo que hay una relación entre la respetabilidad social que tuvo la carrera de las armas y la desconsideración que sufrían otros. Todavía hace menos de un siglo, Ortega y Gasset defendía que los Castillos Medievales habían sido el germen de la libertad occidental (en un precioso ensayo más estimable si coincidiera con la verdad)... Y esto nos acerca a España: nunca se ha respetado la actividad empresarial salvo en el régimen liberal (con reparos) de la Restauración. Entonces se levantaban algunos monumentos, estatuas y se les concedían títulos a los que desde la humildad social habían levantado imperios. Véase, como ejemplo, el caso del armador Antonio López, luego elevado por Alfonso XIII a marqués de Comillas. Se reconocía la gran contribución del empresario a la sociedad. Desde entonces, los sucesivos regímenes que hemos sufrido, nada de nada. Franco no entendía de economía, y gracias a sus ministros del Opus Dei hubo algo así como un pálido remedo de calvinismo a la española.
 
Y ahora, ¡para qué hablar! De la política de Aznar, pasemos. No es que no hubiera liberalizaciones, es que fueron tímidas y vergonzantes, y ahora lo pagamos. Además, no hubo una mínima campaña de reconsideración social. Hora se entiende el analfabetismo de algunos diputados del PP, como ése que pretende seguir el camino de China (un tal Lasalle).
 
La LOGSE ya se ha encargado de tirar por el fango la actividad emprendedora. Vivimos, como dice Pío Moa, un marxismo diluido, que no es reconocido como tal, pero lo es. Si algo hay, es peor el remedio que la enfermedad: un grupo de “jóvenes empresarios” que lo primero que les enseñan es a pedir una subvención, tema complicado, pues se puede acudir a tres o más instancias distintas. Hay que hacer unMáster. La subvención da dinero y la única respetabilidad que se puede esperar. Pero, claro, elimina de la carrera competencial la selectividad de los mejores. Y, además, diluye una función esencial de la empresa:la asunción de los errores propios y ajenos, injusticia flagrante para un profesor de ética, pero fundamental para que los costes de esos errores no recaigan en la sociedad. Visto lo cual, pregunta ¿No va contra la ética subvencionar?

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