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José García Domínguez

Sembradores de estiércol

las palabras del viajero y sus interlocutores, impecablemente mutiladas, deformadas, descontextualizadas, adjetivadas y satanizadas, ya estarán colándose en los hogares de todos sus vecinos de manzana, en el Ensanche barcelonés

A un ciudadano catalán cualquiera, ejercer como heresiarca frente a la religión nacionalista no le resulta particularmente arduo. Basta con que esté dispuesto a repetir semanalmente la siguiente rutina. Cada media tarde, por ejemplo, de los jueves deberá abandonar su domicilio provisto de una muda limpia, encaminarse a la terminal más próxima de Renfe y comprar un ticket cercanías con destino al aeropuerto del Prat. Luego, habrá de adquirir un billete de avión a Madrit. Una vez en la capital, se dirigirá a la estación del Metro de Barajas, depositará un euro en la máquina expendedora de pases, y se dispondrá a realizar no menos de tres trasbordos, hasta avistar la desembocadura más próxima a su hotel.
 
Buscará entonces algún restaurante en el que cenar algo. A continuación, sin mayor demora, procederá a acostarse. Por la mañana, muy pronto, cogerá un taxi que lo acerque al medio libre donde contar lo que piensan la mitad de los vecinos de su manzana en el Ensanche barcelonés y no les dejan expresar. Más tarde, invertirá la secuencia toda de desplazamientos. Y con suerte, si no hay atasco en la Castellana, colapso en Barajas o niebla en el Prat, aún retornará a Casa Nostra con tiempo de escuchar un anatema bilioso contra sí mismo en dos de cada tres radios públicas y privadas a las órdenes del Tripartito.
 
De tal modo, bastará con que el recién llegado mueva al azar el dial doméstico para que, a no tardar, se tropiece con su propia voz, emitida pocas horas antes a seiscientos kilómetros de distancia. Según los días, amenizará la espera el melódico lloriqueo de Lluís Llach – “El meu país és tan petit…”–, la glosa emocionada del último gran artículo de Pujol –”España debe mirarse en el espejo…”–, o alguna indignada denuncia del rancio neofascismo españolista que nos acosa por doquier. Pero, antes de que pasen diez minutos, en la mejor tradición del NKVD durante los tiempos del padrecito Stalin, las palabras del viajero y sus interlocutores, impecablemente mutiladas, deformadas, descontextualizadas, adjetivadas y satanizadas, ya estarán colándose en los hogares de todos sus vecinos de manzana, en el Ensanche barcelonés. Y así, cada semana. Hasta que pase algo.
 
Es decir, hasta hoy. Porque, hoy, el periodista del PSC Antoni Puigverd, moralmente indignado con los sembradores de odio, ha dado un paso valiente enLa Vanguardiapara terminar con ese estado de cosas en Cataluña: exigir que también se prohíba opinar contra los separatistas enMadrit. Y como va a ser que no, Toni, hoy, los apóstatas van a hacer su propia exigencia: que nadie olvide tu nombre si algún día les sucediera algo. Aunque sólo sea porque se dice que eres capaz de redactar discursos enteros de Maragall sin cometer una sola falta de ortografía, y que, por eso, una palabra tuya bastaría para sanarlo.

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