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Fernando R. Genovés

Cuestiones semánticas

Ya nadie habla de verdaderos problemas ontológicos de ser y no ser, ni queda confianza en la razón y el conocimiento. Sólo centellean cuestiones semánticas, polisemia y juegos de lenguaje

Nos extrañamos de las cosas cuando no logramos comprenderlas. Pero, no es malo extrañarse, pues constituye un momento necesario en el proceso del saber y del comprender. Quedarse con la boca abierta como expresión de pasmo o maravilla ante lo que acontece y nos impacta, no denota nada alarmante en sí mismo. Lo es permanecer en dicho estado definitivamente o más tiempo del estrictamente necesario, el preciso para recomponer la compostura y recobrar el juicio. De lo contrario, uno podría ser tomado como mínimo por un memo, un papanatas o, dicho todavía más gráficamente, por un papamoscas. Quiero decir: aquel que se queda boquiabierto se traga con facilidad una mosca —se traga cualquier cosa—, a poco que no ande precavido o reaccione oportunamente.
 
La sorpresa perpetua no representa algo peor que la displicencia, la chanza, la pesadumbre y la más insensata y postiza de las emociones: la indignación. La vía que compendia la justa razón, tal y como la mostró el divino Spinoza, consiste, pues, en no ridiculizar, no lamentar ni detestar las acciones humanas, sino comprenderlas.
 
El “vocabulario esencial” que reproduce y repica con garbo el actual ocupante del palacio de La Moncloa invita a abandonarse a aquellas pasiones del alma inanes que a nada fructífero conducen. Por lo que a mí respecta, me resisto a admitir a trámite, a discutir o considerar siquiera, sus “aportaciones al debate”, sea la tercermundista “Alianza de civilizaciones”, las “ocho fórmulas” para tragarse el nuevo Estatuto de Cataluña y sus disertaciones marxistas (en lamentable imitación del gran Groucho) acerca de las naciones plurinacionales y los pluralismos lingüísticos que tienen que ver con España. Si no hay nada sensato que decir, mejor es callarse.
 
Para la actual facción en el poder, todo es relativismo y relativización de problemas, porque, en realidad, en España ya no hay problemas desde el 11-M y el 14-M, y todo está ya bajo control y en sus manos. Lo anteriormente tenido por temas a resolver se convierte ahora en cuestiones a disolver. He aquí en esencia la versión ordinaria de la filosofía del lenguaje que ha sido asumida por el comité central del vigente equipo dirigente.
 
En rigor ya no hay rigor. La teoría y la verdad son productos del pasado, antiguos. Lo que se lleva hoy, lo más cool, es la Interpretación, la apoteosis de los meta-niveles y la hermenéutica infinita de sensibilidades y lecturas; el multilateralismo, en fin, de la Conciencia caída en desgracia. La Historia y los Grandes Relatos ya no tienen sentido, quedando reciclados en forma de “memoria histórica”, estudios culturales, “políticas de reconocimiento” y corrección política.
 
A ver si nos enteramos: el prontuario elemental de consignas y declaraciones oficiales que oímos en estos últimos tiempos no son sino frases hechas y lugares comunes manufacturados en las universidades y medios de comunicación de Occidente hace prodigiosas décadas. Lo que pasa ahora en España es que ese lenguaje y ese doctrinario han llegado desde aquellos espacios a las altas esferas del poder político y nos están dando con ellos una clase práctica y un repaso general.
Las cabezas pensantes que dirigen el cotarro, muy peligrosas por su grado de provocación y resentimiento, esos rasputines y esas mataharis de salón, ese gobierno de sabiondos en la sombra, esa república de las letras, esos comités de expertos, todo ese agit-prop es el que está, sin ir más lejos, detrás de la redacción del preámbulo (y algo más) del nuevo Estatuto de Cataluña, de la rompedora política exterior española, del nuevo discurso oficial y tal y tal.
 
Si esto es la nueva política —o sea, la política posmoderna y deconstruccionista de los catedráticos, los “jueces para la democracia”, los periodistas despeinados, libelistas y quebrantahuesos y la “cultura contra la guerra”— uno casi que añora la vieja política, la de los pactos con espada, el parlamentarismo de los grandes oradores, el turnismo de los partidos, la alternancia en el poder y la temblorosa estabilidad institucional.
 
Ya nadie habla de verdaderos problemas ontológicos de ser y no ser, ni queda confianza en la razón y el conocimiento. Sólo centellean cuestiones semánticas, polisemia y juegos de lenguaje. No existen tampoco problemas éticos y morales, sino éticas dialógicas, deliberativas y discursivas sin moral. El pragmatismo de cazuela, junto a los rabiosos, iconoclastas y zampatortas ironistas, ya no sólo arrasa en congresos y simposios de profesores, sino que inspira los discursos en las Cámaras, las ruedas de prensa y los consejos de ministros.
 
El significado del lenguaje reside en su uso. La sociedad es una comunidad de hablantes, que hablan y hablan, y así hablando se entiende la gente. Todo esto ya está dicho y “fundamentado” desde el siglo pasado, y ha sido reconocido con muchos créditos como la indiscutible “filosofía oficial” contemporánea. ¿De qué extrañarse, pues? El que se traga el cuento, o una mosca, luego tiene que pasar el mal trago.
 
Nada nuevo bajo el sol. Todo está dicho ya y las respuestas, por dadas, son conocidas y automáticas. ¿Cuál es el problema nacional de España, si es que España y nación son un problema y algo más que palabras? Releyendo al último Wittgenstein, a muchos se les antojaría un asunto elemental: mostrar a la mosca el camino para salir de la botella.

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