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Jorge Vilches

El votante teorético

El votante socialista alega que sin mayoría absoluta no se puede gobernar, y que ZP no tenía más remedio que unirse a aquellos. La responsabilidad, entonces, se diluye: la mala política no es la socialista

“Vuelva, sr. González” no es solamente una ironía rajoyesca, sino la descripción de un estado de ánimo ajeno. Y es que hay una porción grande, y creciente, de votantes socialistas que expresan su malestar. No se trata del simple arrepentimiento por el voto a un partido que comete errores en la gestión de lo público, algo normal en las democracias. Es algo más.
 
La desconfianza en la labor de Zapatero, en su capacidad de liderazgo, en la solidez de sus principios y en lo idóneo de sus alianzas políticas es, cada vez más, un sentimiento común a los votantes socialistas. La situación es complicada, dicen, y de difícil resolución. Pero pasó el tiempo en que se podía acusar de todo a Aznar, y que la mención a la culpa del ex presidente popular parecía justificarlo todo.
 
El votante socialista, convencido ya de la responsabilidad del PSOE en todo lo que ocurre, señala tres culpables. El primero es un PP aznarista, volcado a la ultraderecha, solitario en su cerrazón, que se niega a adaptarse a los cambios, como –y esta es la tesis de Suso de Toro– herederos del franquismo que son. Rajoy, así, sería un títere de Zaplana y Acebes, guardianes de la ortodoxia aznarista. Sin embargo, resulta que no hay diferencia entre el discurso nacional del PP y el de socialistas como Bono e Ibarra.
 
Maragall es el otro culpable, el hombre que ha traicionado la buena voluntad y el talante abierto de Zapatero. Porque se intepretó mal aquello de “aceptaré el Estatuto que apruebe el Parlamento de Cataluña”, una promesa pronunciada por ZP en plena campaña electoral, el 13 de noviembre de 2003. Sí, cuando todo el mundo creía que iba a ganar Rajoy las elecciones de 2004, y se pretendía erigir una plataforma nacionalista, con apoyo socialista, contra su futuro gobierno. Maragall es para el votante socialista el que rompe el partido, el que le arrebata su tradición nacional y socialdemócrata, el insolidario, el que busca privilegios, el que, en definitva, pone en apuros al Presidente. No obstante, ha sido ZP el que ha resucitado un Estatuto que ya estaba muerto.
 
El mantenimiento del gobierno en Cataluña, dicen, obligó a Zapatero a aceptar como socios parlamentarios a ERC e IU, que son, sobre todo los independentistas, el tercer culpable de la situación. El votante socialista alega que sin mayoría absoluta no se puede gobernar, y que ZP no tenía más remedio que unirse a aquellos. La responsabilidad, entonces, se diluye: la mala política no es la socialista, sino la que le obligan a hacer los hombres de Carod. Y a continuación, el votante suelta: “¡Ah, si hubiera un tercer partido, uno de centro que permitiera prescindir de los nacionalistas!”. No se entiende que bastaría con que los partidos tuvieran en el Congreso su verdadera representación nacional, y que los líderes atesoraran cierto sentido de Estado.
 
El votante arrepentido escucha que pertenece a una nación de naciones teoréticas; es decir, que vive en un concepto sin validez práctica. Y que el Estatuto catalán servirá para que “Cataluña encaje en España” –hay que revisar todos los atlas históricos, hoy mismo–; que aquella región tendrá su propia justicia, su Hacienda particular, una lengua obligatoria y única, y que el Parlamento catalán podrá vetar cualquier norma que emane del Congreso de los Diputados. Y entonces, el votante socialista, agotados los culpables ajenos y huérfano de esperanza propia, se aferra a los pilares del sistema democrático: “existen las vías legales para corregir esto”. “¡Qué es poesía! ¿Y tú me lo preguntas?/ Poesía… eres tú”, que diría Bécquer.

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