Menú
Victor D. Hanson

Disturbios en Francia

deberíamos considerar el desastre francés como una llamada de atención. Una nación no puede existir sin valores compartidos ni sin un sentido de misión común

Si la esclerotizada economía francesa creciese a un ritmo comparable con el de Estados Unidos, los jóvenes que causaron los disturbios en los suburbios de París probablemente habrían estado demasiado cansados para meterse en líos al regresar a casa después del trabajo.
 
Si Francia tratase de ser una sociedad multiracial –más parecida a Estados Unidos que tiene una Secretaria de Estado y un Fiscal General pertenecientes a minorías–, entonces no se habría visto semejante componente racial en el resentimiento de clase.
 
Si los alborotadores no fuesen casi exclusivamente de origen musulmán, la cosa no hubiese tomado un cariz tan extremista.
 
Si Francia no fuese una nación post colonial, no existiría el resentimiento de los inmigrantes de tercera clase de sus ex colonias.
 
Lamentablemente, esos son demasiados sies, hasta para lo que el primer ministro francés Dominique de Villepin llama "El genio gálico" de Francia. En realidad, los disturbios fueron como la tormenta perfecta, cuyo remedio exige la reestructuración de la economía francesa, esclarecimiento racial, sinceridad sobre el islam radical y duras medidas nuevas en el tema de la inmigración.
 
Sin embargo, los americanos no deberíamos consolarnos pensando que somos inmunes a semejantes fallos, como si los disturbios de South Central en Los Angeles fuesen historia antigua. Estados Unidos también es vulnerable a algunos de los mismos desencadenantes de tipo económico y social franceses que preceden a la violencia.
 
De modo que deberíamos considerar el desastre francés como una llamada de atención. Una nación no puede existir sin valores compartidos ni sin un sentido de misión común. Nos olvidamos de eso en los años 60 cuando fomentamos el separatismo racial como una solución para rectificar la anterior discriminación. Ese tipo de políticas identitarias han demostrado ser un desastre. Una ensalada en lugar de un crisol de razas significará, en el peor de los casos, que Estados Unidos se convierta en algo parecido a los Balcanes y, en el mejor de los casos, nos aseguraría separatismo al estilo de Quebéc... o Francia.
 
En lugar de ello, Estados Unidos debe volver a su ideal primigenio de sociedad multirracial bajo el patrocinio inclusivo de la cultura occidental. Es cierto que los americanos se enriquecen con la diversidad cultural que viene de la mano con la gastronomía, la moda y las artes. Pero nuestros valores americanos centrales de democracia, derechos humanos, propiedad privada, economía libre, prensa sin restricciones y espíritu de libre investigación no son optativos ni negociables. En otras palabras, tenemos éxito precisamente porque somos la antítesis de un México tribal, una China no libre, un intolerante Oriente Medio islámico o una Francia estatista y socialista.
 
Y sin embargo, grandes áreas de la zona central de Los Ángeles, la California rural, Nueva Orleáns y Washington se han convertido en comunidades dominadas por un apartheid de facto, como en los suburbios franceses, con sus concentraciones segregadas de inmigrantes ilegales de México, una primera generación de hispanos sin asimilar o empobrecidos afro-americanos.
 
Uno de los remedios es volver a la asimilación, integración y a los matrimonios interraciales del pasado, que fueron una puerta para el éxito de la mayoría de inmigrantes que llegaron a Estados Unidos antes de la aparición del separatismo étnico de los años 60. Desafortunadamente, la deferencia abstracta en la América blanca hacia el tribalismo racial sirve a menudo como cobertura psicológica contra la desgana de vivir todos juntos o de enviar a los hijos a la escuela con los "otros".
 
El idioma inglés es nuestro vínculo común. Más que nunca, es el primer puente entre inmigrantes enormemente diversos. La educación bilingüe y una multiplicidad de idiomas en documentos oficiales no sólo ha sido un desperdicio sino que también ha erosionado la facilidad de los inmigrantes de primera generación con el inglés, la única lengua que puede garantizarles la seguridad económica.
 
Los trabajadores visitantes son otra mala idea. Hemos visto la amarga experiencia con los ilotas en Francia y Alemania y con nuestro propio pasado. El "bracero" moderno como trabajador temporal sólo alimenta resentimiento perdurable –"soy bueno para trabajar aquí pero no lo suficientemente bueno como para quedarme"–, además de devaluar los salarios de los ciudadanos más pobres.
 
Nuestra política de inmigración es un caos. Tenemos millones de inmigrantes ilegales, miles de los cuales están en nuestras cárceles. Nuestras fronteras son menos seguras que las de Francia. Ni siquiera hay un Mar Mediterráneo que separe Estados Unidos de la fuente de la mayor parte de las entradas ilegales.
 
En lugar de permitir a tantos ilegalmente y luego ignorarlos cuando se las tienen que arreglar solos, Estados Unidos debería recibir muchos menos inmigrantes, asegurarse que todos entran legalmente, con unos conocimientos básicos de inglés y sobre Estados Unidos. Luego, debemos trabajar todos juntos para lograr que se conviertan rápidamente en compatriotas, ciudadanos en toda regla.
 
Hay una lección final con lo de Francia. París podrá autoproclamarse el faro del liberalismo global, pero debajo de ese barniz hemos visto expuesta a la luz una ciudad de apartheid que hierve a fuego lento. Deberíamos tomar nota. La relación cotidiana entre los ciudadanos– no la retórica utópica o los eslóganes sobre la "diversidad"– es lo que vale a final de cuentas.
 
Estados Unidos no es Francia, ni a duras penas. Pero como país occidental rico al cual acuden los inmigrantes en masa, que a veces fracasan y luego, con frecuencia, procrean, corremos el riesgo de convertirnos en Francia si no volvemos a la integración, que funcionaba tan bien.
 
©2005 Victor Davis Hanson
*Traducido por Miryam Lindberg

En Internacional

    0
    comentarios