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Jesús Gómez Ruiz

Réplica de un liberal

el fenómeno del “atesoramiento en el colchón” al que alude Luis Hernández Arroyo, no es más que la expresión, no de la falta de liquidez, sino del exceso de liquidez previa, empleado en inversiones inadecuadas, y del abuso del crédito

He leído con atención la Carta que Luis Hernández Arroyo nos dirige a los economistas liberales de dentro y de fuera de este periódico. Y dadas mi afición a la teoría monetaria, y mi condición de liberal, no he podido resistir la tentación de contestar, a título personal, algunas afirmaciones y argumentos que nuestro corresponsal hace en su misiva.

Vaya por delante que mi opinión es que los Bancos Centrales carecen en realidad de criterios objetivos para fijar el precio de la liquidez y del crédito. En esto tiene toda la razón Luis Hernández Arroyo. Y ya lo señaló Hayek en los años 20, cuando predijo la Gran Depresión al darse cuenta de que, sin la guía del coeficiente de reserva metálica, es decir, sin el auxilio de la convertibilidad-oro a un tipo fijo, era imposible llevar a cabo una política monetaria coherente. Ello aun a pesar de que, en los años 20, en Estados Unidos ya se elaboraban y se utilizaban ampliamente todo tipo de estadísticas económicas como apoyo a las decisiones de la Reserva Federal: Índices de Precios, de Producción Industrial, de Clima Industrial, de acumulación de inventarios, etc.

La razón por la que los Bancos Centrales carecen de criterios objetivos es, sencillamente, porque, en un patrón oro imperfecto (como lo era el de la Reserva Federal después de la I Guerra Mundial) o en un patrón fiduciario, como el actual, la conexión entre la economía real y la economía financiera, la coordinación entre el ahorro y la inversión, ya no depende del mercado, sino de un grupo de planificadores. Y todos sabemos lo que cabe esperar de la planificación centralizada y de los planificadores, por buenas que sean sus intenciones y por muy grande que sea su pericia. Porque, en la medida en que el tipo de descuento y el tipo de interés son, en última instancia, precios, los precios de la liquidez y del alquiler del capital, la única forma de fijar su nivel óptimo es, como sucede con el resto de los bienes y servicios de la economía, dejar actuar al mercado. En este caso, al mercado monetario y al mercado de capitales, que son los que deberían fijar el tipo de descuento y el tipo de interés, en lugar de los Bancos Centrales.

Dicho esto, y en el caso concreto de la reciente subida de tipos del BCE, creo que a nuestro corresponsal, y también al prestigioso profesor Espasa, a quien Luis Hernández Arroyo cita como autoridad, se les escapa un detalle importante en sus análisis: el tipo de interés real (la diferencia entre el tipo de interés oficial y la tasa de inflación) en la eurozona es próximo a cero y, en no pocos casos –como el de España–, negativo. Esto es síntoma de una grave anomalía: que el precio del crédito no está reflejando adecuadamente la cantidad real de ahorro disponible en el mercado, con las consecuencias que ya explicó Hayek en “Precios y Producción”. Por tanto, sí que habría argumentos de peso para la subida de tipos decretada por el BCE: concretamente contener el abuso de un crédito demasiado barato, que no resuelve los males del estancamiento alemán (como tampoco ha resuelto los del japonés) y que, tarde o temprano, desemboca siempre en inflación. Por eso, y en esto también estoy de acuerdo con nuestro corresponsal, la única solución para Alemania es acometer las reformas estructurales que ya acometió España hace 10 años.

En cuanto a que los economistas liberales “quemamos las naves” con la llegada del euro porque estamos “ensimismados con el patrón-oro”, me gustaría decir que quienes defendemos el patrón oro, en ningún momento consideramos, ni de lejos, que el euro fuera un sucedáneo del patrón metálico. Defendimos la entrada en el euro sencillamente por la disciplina fiscal y financiera que exigía –muy conveniente para España, donde siempre se ha tendido a emplear la política monetaria y fiscal como sustitutivos de las reformas estructurales, y en esto, el tiempo nos ha dado la razón– y porque, en la práctica, implicaba ligar nuestra moneda a una de las más estables y prestigiosas de entonces: el marco alemán, que jamás sufrió devaluación alguna desde la posguerra. Pero nadie, o muy pocos, podían prever que los otrora virtuosos fueran a imitar los vicios que antes criticaban: el déficit público y la resistencia a las reformas estructurales.

Por otra parte, y dicho sea con todo respeto, quienes no parecen haberse enterado de lo que sucedió en 1929 y en los años 30, son los que afirman que el patrón oro fue el responsable de la Gran Depresión, y que fue la salida del patrón oro lo que le puso punto final. Nada más lejos de la realidad, y en este sentido recomiendo la lectura de los “Ensayos de Teoría Monetaria” de Hayek (Unión Editorial) y, sobre todo, la de “Economics and the Public Welfare” (Liberty Fund), de Benjamin Anderson, quien, desde el Chase Manhattan, fue testigo privilegiado de lo que realmente ocurrió en aquella época.

Aquí, baste con señalar que, después de la I Guerra Mundial, EEUU se convirtió en el sumidero internacional del oro, dado que Europa, después de saquear el oro de los Bancos Centrales durante la Gran Guerra, se había instalado en el papel moneda. Puesto que había cesado la competencia internacional por el oro, la Reserva Federal, al contrario de lo que sostiene nuestro corresponsal, ya no tenía ninguna necesidad de defender la paridad dólar-oro, pues el metal amarillo les llegaba a toneladas. Y, por tanto, tampoco tuvieron el auxilio del coeficiente de reserva metálica para avisarles de que estaban abusando del crédito. Por eso precisamente, y aun a pesar de que disponían de abundante instrumental estadístico (de hecho, los precios, durante los años 20, permanecieron estables en EEUU), cometieron el gravísimo error de no esterilizar (es decir, mantener fuera de la circulación) esas llegadas masivas de oro, que fueron canalizadas hacia la especulación bursátil (con fuerte apalancamiento financiero) y hacia proyectos de inversión con periodos de amortización excesivamente largos. Estos fueron, realmente, los problemas que generaron el crack de 1929 y la posterior “crisis de liquidez”, derivada de la pirámide financiera que, irresponsablemente, los gestores de la Reserva Federal y de los bancos del sistema construyeron sobre la base de las remesas de oro que les llegaban, y que distorsionó fatalmente la estructura productiva.

En cuanto al “atesoramiento en el colchón”, al que supuestamente puso fin Roosevelt con el abandono del patrón oro, baste decir que lo que hizo Roosevelt realmente fue atacar los síntomas, en lugar de curar la enfermedad: confiscó el oro en manos de particulares, a 20$ la onza, para después prohibir (bajo severísimas penas, que fueron abolidas sólo a finales de los años 70) su posesión a particulares y fijar después la convertibilidad (sólo para extranjeros y Bancos Centrales) a 35$ la onza, confirmada después con los acuerdos de Bretton Woods en 1945, que dieron origen al Fondo Monetario Internacional. La salida del patrón oro se produjo, realmente, en 1971, con Nixon.

En realidad, Roosevelt, con el New Deal (que introdujo, además del incremento brutal del gasto y del déficit público, la rigidez de los precios y de los salarios) y con la prohibición de poseer oro, impidió el ajuste y prolongó inusitadamente la duración de la Gran Depresión, de la que sólo se comenzó a salir cuando fueron liquidadas finalmente las inversiones erróneas acometidas al calor de un crédito demasiado barato. Porque, como ha demostrado también la experiencia de Japón, quienes sufren enormes pérdidas en la Bolsa y, además, deben devolver unos créditos solicitados con expectativas muy diferentes, no están precisamente para gastar y para endeudarse, sino para liquidar sus inversiones y reconstituir su crédito y sus reservas de liquidez. Y sólo cuando lo han hecho, vuelven a plantearse nuevas inversiones. Por esta razón, las inyecciones masivas de “liquidez” fiduciaria a través del gasto y de la deuda pública son ineficaces para estimular la producción y el consumo en periodos de depresión. Sólo sirven para agravar el problema con el crecimiento del déficit público, que acaba generando estanflación, como pudo verse en la década de los 70.

Si se hubiera dejado actuar al mercado, probablemente la Gran Depresión no habría sido mucho más profunda que la de 1920 (sólo duró dos años), al término de la I Guerra Mundial. Y téngase en cuenta que, tras la I Guerra Mundial, toda la economía americana, especialmente el sector industrial, tuvo que sufrir una profunda y lógica reconversión. Por tanto, el fenómeno del “atesoramiento en el colchón” al que alude Luis Hernández Arroyo, no es más que la expresión, no de la falta de liquidez, sino del exceso de liquidez previa, empleado en inversiones inadecuadas, y del abuso del crédito. Y de esos excesos, quienes menos culpa tenían eran los ahorradores privados que ocultaban los ahorros de toda su vida “en el colchón”, y que fueron estafados impunemente por F. D. Roosevelt.

Para terminar, ironías del destino, Alan Greenspan, además de liberal, fue en su juventud un defensor a ultranza del patrón oro como garantía de la libertad individual… Y aún sigue empleando el precio del oro como indicador del nivel de inflación. En la medida en que ya ha superado los 500 dólares la onza, (hace apenas 3 años andaba por los 320), habría que empezar a preocuparse.

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