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Ricardo Medina Macías

Sueños juveniles, pesadillas de madurez

Hay un profundo disgusto, rabia, ante una realidad terca que no se ajusta a los parámetros de la utopía. Sólo queda estigmatizar la realidad, etiquetarla como otro más de los perversos mensajes del enemigo.

Hay un gran eslabón perdido en los razonamientos del neopopulismo hispanoamericano: el fracaso de la utopía y las razones de ese fracaso no existen en su discurso.

Nostalgia de los años 70 en Argentina, en Bolivia, en Venezuela y hasta en México o en España. Aquellos años el manual esquemático y un tanto ramplón de Marta Harnecker era libro de texto obligado, el catecismo para introducirse en la gran utopía del materialismo dialéctico. Ayer maestra de la utopía, la Harnecker es hoy una especie de amanuense en la corte del venezolano Hugo Chávez. ¿Línea de continuidad?

Es más que una línea de continuidad ideológica. Es empecinamiento en el error, negación voluntariosa del fracaso estrepitoso de la utopía y ceguera ante los múltiples testimonios de los horrores que generó, en la Unión Soviética, en China, en Cuba, pero también en Perú –con la dictadura de izquierda de Velasco Alvarado-, en México –con la docena trágica de 1970 a 1982-, en Argentina con el regreso de Perón y sus epígonos sangrientos con Isabelita y "el brujo" López Rega, mientras a los montoneros, muchachos de "buenas familias" de formación supuestamente católica les enseñaban a matar en nombre de la revolución. Y en tantos otros sitios más.

El caso de Argentina es paradigmático: Néstor Kirchner, quien en ese entonces era un simpatizante de los montoneros, un peronista de izquierda lleno de fervores por la utopía de "la gran marcha hacia delante" – la frase es de Kundera– que castigaría a los ricos y recompensaría a los pobres, es hoy presidente, está en el poder –según el viejo guión de los años 70, hoy desempolvado– para realizar el sueño juvenil. El problema es que se trata de una línea de continuidad –de los 70 al siglo XXI– falsa, que "lee" el gran fracaso de la utopía (digamos, entre otras cosas, la caída del Muro de Berlín) no como la consecuencia inevitable de un proyecto cruel y errado sino como un incidente que, asombrosa e ilógicamente, confirma la bondad de la misma utopía fracasada.

No hay aprendizaje. El proceso de avance en el conocimiento –a través de ensayos y errores, del que deberían extraerse consecuencias y eliminarse los errores– es sustituido, en la enrevesada lógica del neopopulismo, por un dogma ferviente cada vez más irracional, inexorablemente desquiciado en la misma medida que, para subsistir, requiere negar cerrilmente la realidad. Hay un profundo disgusto, rabia, ante una realidad terca que no se ajusta a los parámetros de la utopía. Sólo queda estigmatizar la realidad, etiquetarla como otro más de los perversos mensajes del enemigo.

Desde un punto de vista psicológico parecería que hemos pasado de una neurosis juvenil –"la realidad es detestable, pero podemos cambiarla"– a una psicosis madura: "la realidad no existe, es una más de las conspiraciones del enemigo; la utopía no fracasó, el muro de Berlín seguirá en pie mientras sigamos creyendo en él". Esto ya no es un proyecto, es una fe fanática.

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