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EDITORIAL

El Estado terapéutico y sus liberticidas mandatos

Cualquier legislación que no tenga como base estos principios se convierte de facto en un arbitrario mandato, repleto de incoherencias, contradicciones y posibilidades de fraude, como es el caso de la que nos ocupa

Decía Thomas Jefferson, años antes de producirse la revolución americana, que “si el Gobierno llegara a prescribir nuestra medicina y nuestra dieta, nuestros cuerpos estarían bajo custodia, como lo están ahora nuestras almas”. No sabemos que opinaría hoy en día este Padre Fundador de los Estados Unidos, pero lo cierto es que las restricciones a la libertad surgidas con la irrupción del Estado terapéutico y con la excusa de la “salud pública”, no ha hecho más que aumentar, tanto en su país como, por extensión, en el resto del mundo.

Ignoramos cuales van a ser las consecuencias que, para la salud, el bienestar laboral, el ocio, la productividad o la creación de empleo, va a provocar la ley que, también en España y desde el 1 de enero del 2006, prohíbe totalmente a los ciudadanos fumar en los centros de trabajo y, parcialmente, en lugares de ocio tales como bares, restaurantes y salas de fiesta. Lo que ya resulta penosamente evidente, vista la fase de elaboración y aprobación de esta ley, es hasta qué punto están enervados los principios morales y políticos que deben sustentar una sociedad libre, tales como la libertad, la responsabilidad individual o el respeto a la propiedad privada, que se han visto conculcados, de forma clamorosa, por esta legislación liberticida y paternalista.

Cualquier legislación que no tenga como base estos principios se convierte de facto en un arbitrario mandato, repleto de incoherencias, contradicciones y posibilidades de fraude, como es el caso de la que nos ocupa. Así, los gobernantes que, en una sociedad democrática, son empleados públicos elegidos por ciudadanos libres y soberanos, no permiten a sus representados elegir en pro de su propia salud, sino que los tratan como a niños a los que hay que prohibirles las cosas por “su propio bien”. Esta, y no otra, es la “filosofía” que desprende esta ley antitabaco, tal y como, sin reparos, deja en evidencia su propaganda gubernamental: “En tu interior, sabes que también será bueno para ti”. Y eso lo dice el mismo Estado que, por otra parte, recauda, produce, subvenciona y distribuye en régimen de monopolio el tabaco, cuyo uso y disfrute ahora restringe.

No contento con ignorar que cada ciudadano adulto es el que debe decidir que hace o que deja de hacer por su propio bien, el Gobierno –con el bochornoso consenso de la oposición–, trata de presentar como beneficioso su mandato, tanto para los no fumadores como los fumadores.

Trabajadores y empresarios deberían ser, por el contrario, soberanos para pactar y establecer los hábitos y condiciones laborales en cada centro de trabajo. Son estos los que deberían decidir, sin interferencia coactiva del Estado, si se prohíbe o se permite el humo en el lugar del trabajo o se habilitan espacios –en un mismo centro laboral– tanto para fumadores como no fumadores.

Así seguirá ocurriendo, por ejemplo, en los locales de menos de 100 metros cuadrados, donde los hosteleros seguirán siendo libres para decir si los clientes pueden o no fumar. Lo contradictorio, con todo, es que este tipo de locales son, a su vez, un centro de trabajo para muchos trabajadores, como lo puedan ser las viviendas de fumadores para multitud de empleados del hogar. ¿Por qué no se invocan los “derechos” de estos empleados como se hace, supuesta y de forma mal entendida, con los del resto de trabajadores?

No menos paradójico es el caso de las salas de fiestas y grandes restaurantes con zonas obligadas de no fumadores. ¿Qué ocurre, por ejemplo, con los camareros que sirvan en zonas de fumadores? ¿No son, acaso, estos espacios con humo también su zona de trabajo?

En cualquier caso, sólo cabe esperar que una medida tan discrecional y arbitraria como esta ofrezca multitud de recovecos donde poder eludir su carácter forzoso. Mientras tanto animamos, desde aquí, a quien quiera dejar de fumar, a que lo haga; con la tranquilidad –eso sí– de que nunca le forzaremos a ello.

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