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José T. Raga

La soberanía a quien corresponde

De aquí que la Constitución, votada por todos y cada uno de los ciudadanos que decidieron refrendarla, está por encima de cualquier voluntad parlamentaria, y no puede ser modificada o alterada por los que ostentan la representación popular

Sé que son muchos los años transcurridos desde que iniciaba yo los estudios de Derecho en la Universidad de Valencia, aunque, la verdad es que ninguna revolución se ha producido en la Ciencia Política para que aquellos principios que con esmero nos enseñaron nuestros maestros, hayan dejado de tener eficacia por mor de intereses o circunstancias colaterales que, como tales, en nada afectan a lo sustantivo del asunto que nos ocupa.
 
Y es, precisamente, ese deseo de eliminar la confusión como moneda de cambio en la acción pública, la que nos obliga a poner de manifiesto lo que de ser un error personal insalvable, mucho agradeceríamos luz para aclararlo, cuando, de no ser así, apelaríamos a la responsabilidad de aquel a quien corresponda, para que hablara con voz clara y sonora a fin de que todos, repito, todos, se sitúen en lugar que les es propio y se afanen, con honestidad –extraño vocablo en estas épocas–, a la tarea que les pertenece, como agentes de la cosa pública.
 
Desde hace ya algunos lustros se viene oyendo, cada vez con más frecuencia, una sinfonía acerca de la soberanía del Parlamento –de cualquier Parlamento, aunque a nosotros nos ocupa principalmente el español– para legislar y, mediante su voluntad expresa, convertir en legal –desde luego–, pero incluso en justo, lo que no pasaría la más bondadosa de aquellas pruebas con una mínima holgura.
 
Así configurado, el Parlamento, se dice, es soberano, ya que tiene la representación del pueblo, para la promulgación de cualquier ley sin atenerse a criterios de justicia, que podrán verse en cualquier momento desplazados por los de conveniencia. El cuerpo legislativo actuaría de este modo con autonomía plena, desconectado del bien común de la sociedad, pues nada hay que exija su conexión, y justificando su actividad con la simplista matemática de los votos.
 
Parecería que el Parlamento requeriría su legitimación en el momento de ser elegido pero, salvo perjuicios futuros, podría olvidar a sus electores apenas tomar posesión de los escaños correspondientes. Este modelo, que, desde luego, no es el que me enseñaron en mi juventud, implica que la comunidad de hombres y mujeres, mediante el voto, transfieren la soberanía que les corresponde por derecho propio al Órgano legislativo (el Parlamento), abdicando de la misma hasta el momento de la disolución de las Cámaras en el que la recuperará, para abdicar de nuevo tras las elecciones subsiguientes.
 
Hasta donde yo sé, y desearía que alguien más capaz me saque del error, la democracia moderna se basa en que la soberanía reside en el pueblo, entendiendo por pueblo cada uno de los sujetos singulares e irrepetibles, cada individuo, pues de individualidades se trata, los cuales agrupados constituyen una comunidad, sin que ésta absorba, mengüe o menoscabe, cualquiera de los derechos que, por su condición de personas, les corresponde de modo inalienable.
 
Ello significa que, con toda rotundidad, por encima de la soberanía del Parlamento, cualquiera que esta fuere, está la soberanía del pueblo, de los sujetos que constituyen la Nación. Esa Nación española de la que hablaba la Constitución de Cádiz. Y es esa soberanía del pueblo, la que legítimamente condiciona la actividad legislativa, la cual, sólo encuentra legitimidad cuando se desarrolla dentro del marco establecido por la superior soberanía del pueblo.
 
De aquí que la Constitución, votada por todos y cada uno de los ciudadanos que decidieron refrendarla, está por encima de cualquier voluntad parlamentaria, y no puede ser modificada o alterada por los que ostentan la representación popular, conferida para legislar en aquel marco constitucional. No puede provocar otra cosa que sonrojo los intentos de desvirtuar las disposiciones constitucionales alegando, no ya la soberanía del pueblo de una comunidad autónoma determinada –que tampoco sería admisible–, sino la que ostenta el Parlamento de aquella Comunidad. Es decir, en otras palabras, una soberanía derivativa de ámbito local (el Parlamento de la Comunidad) trataría de dejar sin efecto la voluntad de una soberanía directa e inmediata, manifestada por el pueblo en toda su integridad (mujeres y hombres, titulares de derechos soberanos) mediante referéndum constituyente.
 
Quién deba de garantizar que la soberanía del pueblo sea respetada en todo momento, y su ultraje no se encubra con votos numéricos de sus representantes, que lo son para otras misiones, es cuestión que no me corresponde dilucidar en este momento. Pero, como español, espero que se me garantice que aquello que aprobamos en su momento siga siendo eficaz hasta que, por el mismo procedimiento con el que se aprobó, sea mayoritariamente decidida su reforma.
 
Lo otro sería entrar en esos modelos, de eufemismo extremo, en los que se enmarcan las llamadas democracias populares –China, Cuba, Vietnam, Corea del Norte, y tantas otras–, en las que, pese al apelativo depopulares, el pueblo es, precisamente, lo que no existe. El pueblo español, a Dios gracias, hoy, existe. Si se desea que deje de existir, que su opinión política se manosee, tergiverse, manipule y ultraje, puede hacerse, pero ello implica un cambio de modelo que debe ser aprobado por ese pueblo, único titular de soberanía, y no por el Parlamento, aunque ello fuera por unanimidad de la Cámara legislativa.

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