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Juan Carlos Girauta

Un proceso que nunca se cierra

La reforma del estatuto catalán ha demostrado que esto no era así, que el proceso autonómico –teóricamente transitorio– nunca concluirá mientras un gobierno central necesite en el parlamento de votos ajenos.

El progrerío tilda de catastrofistas o apocalípticos a quienes señalan la existencia de un proceso de desintegración nacional, a cuantos describen lo que, bajo el chantaje de fuerzas disgregadoras, están haciendo los estadistas Rodríguez y Blanco, dignos herederos del glorioso PSOE de González, Guerra, Serra, Barrionuevo, Vera y Roldán. Si les pone nerviosos la calificación de sus actos, convengamos en ceñirnos al análisis sobrio, a ver si son capaces de explicar algunas cosas.

Como, por ejemplo, cuál es el final lógico de una dinámica de transferencias competenciales hacia abajo (Comunidades Autónomas) que nunca logra cerrarse y que, además, coincide con la imparable, general y benéfica cesión de poder hacia arriba (Unión Europea). El grueso de las fuerzas políticas que alcanzaron el consenso constitucional tenía en mente un proceso de profunda descentralización que un día terminaría, dejando intactos, en manos de la única administración que cubre la totalidad del territorio español, ciertos atributos de soberanía.

La reforma del estatuto catalán ha demostrado que esto no era así, que el proceso autonómico –teóricamente transitorio– nunca concluirá mientras un gobierno central necesite en el parlamento de votos ajenos. Los nacionalistas jamás han renunciado a nada y no han dejado de avanzar. Esta proeza ha sido posible debido a dos deficiencias del sistema instaurado en 1978: el artículo 150.2 de la Constitución, que vacía de sentido el concepto de titularidad estatal, y el sistema electoral, que magnifica la importancia de pequeñas fuerzas siempre que sean territoriales, permitiendo, sin ir más lejos, que los representantes del 2’5 % del electorado (ERC) se alcen como tercera fuerza en España, con ocho diputados.

Tras varios años de malgastar energías y de secuestrar a la opinión pública con un debate artificial, están a punto de servirles a los nacionalistas una solución jurídico-política y financiero-fiscal que no cierra ninguna de sus reivindicaciones. Pero eso es exactamente lo que CiU necesita: el combustible de la coalición es la queja, el victimismo, la reivindicación agraviada. En términos históricos y de estabilidad, el nuevo estatuto será peor que inútil; será contraproducente: no sólo mantiene vivos todos los argumentos del nacionalismo sino que los refuerza, los excita.

Se ha descoyuntado el edificio constitucional sin contemplar mecanismos de equilibrio. Y se ha hecho, simplemente, para conservar un poder que, dadas las circunstancias, y estando en juego el diseño institucional, la igualdad de los ciudadanos, la soberanía nacional y la solidaridad territorial, el PP habría garantizado a Rodríguez sin riesgos, conformando una mayoría de Estado que contaría con el ochenta por ciento del electorado. Pero esa vía entraría en contradicción con el principal objetivo del PSOE: expulsar al primer partido de España del juego político, hacer imposible su eventual regreso al poder.

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