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EDITORIAL

El comienzo del principio del inicio de la derrota

No parece que el precio de la autodeterminación sea demasiado alto en sus ansias de que su política de cesión incondicional y unilateral ofrezca sus frutos, de poder tener algo entre las manos que le permita justificarse ante la ciudadanía.

Mayor Oreja es un político del que se puede y se debe discrepar mucho en una gran variedad de asuntos. Asusta pensar cuál sería su posición en materia económica, por ejemplo, si hubiera sido él el encargado de suceder a Aznar. Sin embargo, pese a que en ocasiones pueda parecer exagerado en sus apreciaciones, el tiempo siempre se encarga de darle la razón en todas sus afirmaciones referidas al conflicto del nacionalismo vasco con la paz y la libertad.

Resulta oportuno recordar hoy como, mientras soldados norteamericanos y vietnamitas se desangraban en combate, los diplomáticos que debían negociar el armisticio estuvieron meses discutiendo la forma de la mesa de negociación, qué partes se sentarían en ella y dónde lo harían. Aquello podía parecer una pérdida de tiempo, pero era perfectamente racional; todos asumían que quien antes cediera en ese asunto relativamente trivial sería el más débil, el que más necesidad tenía de llegar a un acuerdo. En definitiva, el que iba a ceder más. O, como diría Enrique Múgica, aquella decisión de por sí intrascendente podría decidir quien era el vencedor y quien el vencido.

No parece que, cuando pensamos en Zapatero y ETA, sea esta última quien muestre más ostensiblemente sus ansias infinitas de paz. Y es por eso que la acusación de Mayor Oreja de que está dispuesto a negociar la autodeterminación del País Vasco resulta perfectamente razonable. No parece que ese precio sea demasiado alto en sus ansias de que su política de cesión incondicional y unilateral ofrezca sus frutos, de poder tener algo entre las manos que le permita justificarse ante la ciudadanía. Si no fuera así, la puesta en libertad de asesinos en serie y la dejación de la responsabilidad principal del Estado, la seguridad de sus ciudadanos –como demuestra la última campaña contra los medios o el acoso a Pilar Elías–, se cobrarían un buen bocado de sus posibilidades de reelección, que es lo único que le importa.

Por eso, más que el intento poco exitoso de intentar recordar al Churchill del "principio del fin", los ciudadanos hubieran preferido que Zapatero hubiera escogido aquel otro discurso en el que establecía la firme voluntad de los británicos de no rendirse jamás. Porque hay cosas que no se pueden poner en una mesa de negociaciones sin traicionar a los muertos, por mucho que hipócritamente protesten cuando se les recuerda. Y puesto que no está dispuesto a informar a nadie de los acuerdos que se traen bajo mano en esos "contactos personales" en el pañuelo de las Vascongadas, los ciudadanos tenemos, no ya el derecho, sino la obligación de temernos lo peor. Con Zapatero, siempre nos quedaremos cortos.

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